lunes, 3 de noviembre de 2025

jueves, 30 de octubre de 2025

PENSAMIENTO ANALÍTICO / INICIOS DE LA INDEPENDENCIA

 

PENSAMIENTO ANALÍTICO

HISTORIA DE COLOMBIA Y SUS OLIGARQUÍAS - ANTONIO CABALLERO

Todo por un florero

Con las noticias de las guerras de Europa se agitaron esas aguas coloniales que, desde los tiempos de la sublevación de los Comuneros, parecían otra vez estancadas. En la España ocupada, la Junta de Gobierno refugiada en Cádiz convocó unas Cortes en las que por primera vez participarían, con una modesta representación, las colonias americanas; y en respuesta a la invitación, el más brillante jurista de la Nueva Granada, Camilo Torres, escribió un memorial. El hoy famoso Memorial de agravios en que exponía las quejas y las exigencias de los españoles americanos: un documento elocuentísimo que tuvo el único defecto de que no lo conoció nadie, porque en su momento no se llegó a enviar a España y sólo fue publicado treinta años después de la muerte de su autor. El más importante documento explicatorio de la Independencia fue archivado sin leerlo.

O bueno: no era ese el único defecto. Tenía también el defecto natural de no representar los agravios de todos los americanos: Torres hablaba en nombre de su clase, no del pueblo. Señalaba en su queja que “los naturales (los indios) son muy pocos o son nada en comparación con los hijos de los europeos que hoy pueblan estas ricas posesiones. […] Tan españoles somos como los descendientes de don Pelayo”. Era para los criollos ricos para quienes Torres reclamaba derechos: el manejo local de la colonia, no su independencia de España. La independencia que a continuación se proclamó fue el resultado inesperado de un incidente que a la clase representada por Torres se le salió de las manos por la imprevista irrupción del pueblo.

La cosa fue así. Un puñado de abogados ambiciosos y ricos santafereños, Torres entre ellos, y los Lozano hijos del marqués de San Jorge, y Caldas el sabio de la Expedición Botánica de Mutis, y Acevedo y Gómez, a quien después llamarían el Tribuno del Pueblo por sus dotes de orador, y tal y cual, que ocuparían todos más tarde altos cargos en la Patria Boba y serían luego fusilados o ahorcados cuando la Reconquista española, un puñado de oligarcas, en suma, habían planeado organizar un alboroto con el objeto de convencer al viejo y apocado virrey Amar y Borbón de organizar aquí una Junta como la de Cádiz en la cual pudieran ellos tomar parte. Junta muy leal y nada revolucionaria, presidida por el propio virrey en nombre de su majestad el rey Fernando VII, cautivo de Napoleón. Pero Junta integrada por los criollos mismos.

El pretexto consistió en montar un altercado entre un chapetón y un criollo en la Plaza Mayor un día de mercado para soliviantar a la gente contra las autoridades. Fue escogido como víctima adecuada un comerciante español de la esquina de la plaza, José Llorente, conocido por su desprecio por los americanos: solía decir con brutal franqueza que “se cagaba en ellos”. Y el criollo Antonio Morales fue a pedirle prestado de su tienda un elegante florero para adornar la mesa de un banquete de homenaje al recién nombrado visitador Villavicencio, otro criollo (de Quito). Cuando Llorente, como tenían previsto, le respondió que se cagaba en él y en el visitador y en todos los americanos, Morales apeló al localismo encendido de las turbas del mercado, en tanto que su compinche Acevedo y Gómez saltaba a un balcón para arengarlas con su famosa oración: “¡Si dejáis perder estos momentos de efervescencia y calor, antes de doce horas seréis tratados como sediciosos! ¡Ved los grillos y las cadenas que os esperan…!”.

Pero la cosa no pasó de darle una paliza a Llorente y, al parecer, de romper el florero, del cual hoy sólo subsiste un trozo. La autoridad no respondió a la provocación como se esperaba, sacando los cañones a la calle: aunque así lo pedía la combativa virreina, el poltrón virrey no se atrevió. La gente de la plaza se aburrió con la perorata incendiaria de Acevedo y empezó a dispersarse, y se necesitó que otro criollo emprendedor, el joven José María Carbonell, corriera a los barrios populares a amotinar al pueblo, cuyo protagonismo no estaba previsto por los patricios conspiradores. Los estudiantes “chisperos” echaron a rebato las campanas de las iglesias, y al grito de “¡Cabildo Abierto!” las chusmas desbordadas de San Victorino y Las Cruces incitadas por Carbonell, los despreciados pardos, los artesanos y los tenderos, las revendedoras y las vivanderas del mercado invadieron el centro e hicieron poner presos al virrey y a la virreina y quisieron forzar, sin éxito, la proclamación de un Cabildo Abierto que escogiera a los integrantes de la Junta. En la cual, sin embargo, lograron tomar el control los ricos: los Lozano, Acevedo, Torres, que al día siguiente procedieron a liberar al virrey y a llevarlo a su palacio para ofrecerle que tomara la cabeza del nuevo organismo. La virreina, cuenta un historiador, “mandó servir vino dulce y bizcochos”.

 

Y hubo misas, procesiones, un tedeum de acción de gracias al que asistió toda la “clase militar”, que en pocos días ya contaba con más oficiales que soldados. Pero continuaban los bochinches. Cuenta en su Diario de esos días el cronista José María Caballero que el desconcierto era grande: “Con cualesquiera arenga que decían en el balcón los de la Junta u otros, todo se volvía una confusión. Porque unos decían: ¡Muera! Otros ¡Viva!”. En los barrios se formaban juntas populares, inflamadas por los discursos de Carbonell y sus chisperos: señoritos estudiantes que escandalosamente, provocadoramente, usaban ruana. Se fundó en San Victorino un club revolucionario. El pueblo seguía en las calles, y corrían el aguardiente y la chicha en las pulperías y en las tiendas. El virrey Amar huyó a Honda, y de ahí a España, aprovechando la distracción de una procesión en honor de Nuestra Señora del Tránsito. La Junta creó una milicia montada de voluntarios de la Guardia Nacional: seiscientos hombres enviados de sus haciendas por los “orejones” sabaneros que, cuenta Caballero, cabalgaban por las calles empedradas “metiendo ruido con sus estriberas y armados con lanzas y medialunas”. Se restableció el orden. A Carbonell y a los suyos los metieron presos. Y apenas quince días después de proclamada la Independencia el 20 de julio, el 6 de agosto, se celebró solemnemente con desfiles y procesiones y el correspondiente tedeum en el aniversario de la Conquista.

Es natural: eran los nietos —o los tataranietos— de los conquistadores. Eran los descendientes de don Pelayo. Todos los participantes en los retozos democráticos del 20 de julio eran hijos de español y criolla, “manchados de la tierra”, pero casi ninguno criollo de varias generaciones. Todos eran parientes entre sí. Primos, yernos, hermanos, cuñados, tíos los unos de los otros. La Patria Boba fue un vasto incesto colectivo. Todos eran ricos propietarios de casas y negocios, de haciendas y de esclavos. Por eso querían mantener intacta la estructura social de la Colonia: simplemente sustituyendo ellos mismos el cascarón de autoridades virreinales venidas de España, pero sin desconocer al rey. Querían seguir siendo españoles, o, más bien, ser españoles de verdad, por lo menos mientras esperaban a ver quién ganaba la guerra en la península: si los patriotas sublevados contra el ocupante, o “los libertinos de Francia” que pretendían abolir la Inquisición y la esclavitud e imponer “las detestables doctrinas (igualitarias) de la Revolución francesa”.

Las guerras civiles

 

Empezó Santafé, desde donde Nariño insistía en imponer el centralismo con el argumento de que era necesario para someter la resistencia realista española, que dominaba en Popayán y en Pasto, en Panamá, en media Venezuela, y en el poderoso Virreinato del Perú. En Tunja, el presidente del recién integrado Congreso de las Provincias Unidas, Camilo Torres, respondió atacando a Cundinamarca. La guerra se declaraba siempre con fundamentos jurídicos: el uno alegaba que lo del dictador Nariño en Cundinamarca era una “usurpación”; el otro que lo del presidente Torres en Tunja era “una tiranía autorizada por la ley”. A veces ganaba el uno, a veces el otro, al azar de las batallas y de las traiciones. Dejando a un tío suyo en la presidencia, Nariño emprendió la conquista del sur realista, yendo de victoria en victoria hasta que fue derrotado en Pasto y enviado preso a España, en cuyas mazmorras pasaría los siguientes seis años.

Torres desde Tunja envió entonces un ejército a conquistar Santafé, comandado por un joven general que había sido sucesivamente vencedor, derrotado, luego asombrosamente victorioso y nuevamente batido en las guerras de Venezuela: el caraqueño Simón Bolívar. La ciudad rechazó su ataque con una vigorosa excomunión del arzobispo, y saludó su fácil victoria con el habitual tedeum de acción de gracias. Y por otra parte, continuaba en el sur —en el Cauca, en la provincia de Quito— y en el norte —en Santa Marta, en Maracaibo— la lucha entre realistas y patriotas. De manera que las hostilidades eran múltiples: sin hablar de las tropas españolas propiamente dichas, que no eran muy numerosas, estaban entre los americanos los partidarios de España, llamados realistas o godos, y los partidarios de la independencia, llamados patriotas; y los centralistas, también llamados pateadores, que combatían con los federalistas, o carracos, los cuales también combatían entre sí: Cartagena contra Mompós, Quibdó contra Nóvita, El Socorro contra Tunja.

Era un caos indescriptible. Los jefes se insultaban en privado y en público, en memoriales y periódicos, llamándose pícaros, inmorales, traidores, ladrones y asesinos. Los oficiales cambiaban de bando por razones de familia, o de ascensos y aumentos de sueldo prometidos por el adversario. Los generales improvisados se irritaban en vísperas de la batalla, cuando algún edecán les avisaba que el enemigo estaba cerca: “Diga usted que aguarden un poco, que estoy almorzando”. Las tropas saqueaban los pueblos. Los soldados, reclutados a la fuerza,desertaban en cuanto podían. Desde su periódico el Sabio Caldas se disculpaba ante la historia: “Todas las naciones tienen su infancia y su época de estupidez y de barbarie. Nosotros acabamos de nacer…”.

 

Un caos indescriptible, bien descrito sin embargo en sus memorias y bien pintado en sus cuadros por el soldado José María Espinosa, abanderado del ejército de Nariño: “Mil detonaciones, los silbidos de las balas, las nubes de humo que impiden la vista y casi asfixian, los toques de corneta y el continuo redoblar de los tambores”. Los quejidos de los agonizantes, los relinchos de los caballos moribundos, el tronar de los cañonazos, las granizadas de la fusilería que Espinosa distingue entre “lejanas y cercanas”, menos letales, curiosamente, éstas que aquéllas. Todos trataban por todos los medios y con todas las excusas de matarse entre sí. Subraya las matanzas Espinosa cuando dicta sus memorias cincuenta años después, diciendo: “No hay duda de que la República estaba entonces en el noviciado del arte en que hoy es profesora consumada. Tal vez por eso la llamaban Patria Boba”.

A los supervivientes de la bobería los fusilaría pocos años más tarde la Reconquista española, sin distingos de matiz, ni de ideología, ni de origen geográfico o posición de clase; y todos pasarían sin distingos a ser considerados próceres de la República.

 

La Reconquista

Pero en Europa empezaba a caer la estrella fugaz de Napoleón, que por quince años había sido árbitro y dueño de Europa. Expulsadas de España las tropas francesas volvía el rey “Deseado”, Fernando VII, que de inmediato repudiaba la Constitución liberal de Cádiz de 1812 y restablecía el absolutismo. Y España, arruinada por la guerra de su propia independencia, recuerda entonces que el oro viene de América, y decide financiar la reconquista de sus colonias enviando, para comenzar, un gran ejército expedicionario mandado por un soldado profesional hecho en la guerra contra Napoleón: el general Pablo Morillo. Más de diez mil hombres, de los cuales 369 eran músicos: trompetas para las victorias, redobles de tambor para las ejecuciones capitales.

 

Morillo venía con instrucciones de “actuar con benevolencia”. Y así lo hizo al desembarcar en la isla Margarita, en la costa de Venezuela, en abril de 1815, perdonando a los rebeldes venezolanos para tener que arrepentirse después. La ciudad de Caracas lo recibió con guirnaldas de flores y banderas de España, decididamente realista desde la derrota de Francisco Miranda en 1812, y aún más desde la de Simón Bolívar tras su pasajera recuperación de 1814: porque los años que la Nueva Granada había pasado enzarzada en sus guerritas de campanario, en Venezuela habían sido los de la Guerra a Muerte entre realistas y patriotas. (Y aquí cabría, pero no cabe, aunque vendrá más tarde, un breve bosquejo de la parte venezolana de estas primeras guerras de la Independencia neogranadina y luego colombiana. O grancolombiana). De ahí pasó Morillo con su ejército por mar a Santa Marta, fielmente realista también, y empantanada en su propia pequeña guerra con la independentista Cartagena, en la cual, a su vez, las corrientes políticas locales se disputaban agriamente el gobierno.

Morillo puso sitio a la ciudad: un largo y riguroso asedio de 105 días que iba a ser el episodio más trágico y terrible de la Reconquista española, y el más mortífero de parte y parte. Más que por los combates en tierra y agua, que fueron constantes y cruentos durante esos tres meses en la complicadísima orografía de la ciudad, sus bahías, lagunas, ciénagas y caños, por las enfermedades tropicales para los sitiadores europeos y por el hambre para los sitiados cartageneros. Las tropas españolas de Morillo, como había sucedido ochenta años antes con las inglesas del almirante Vernon, fueron víctimas del paludismo, la fiebre amarilla o vómito negro, la disentería, la gangrena provocada por picaduras de insectos, y una epidemia de viruela, y tuvieron más de tres mil bajas: un tercio del ejército. Sometida al bloqueo, la ciudad perdió un tercio de sus habitantes —seis mil de dieciséis mil— a causa de la hambruna y de la peste. Comían, cuenta un superviviente, “burros, caballos, gatos, perros, ratas y cueros asados”. Cuando al cabo de muchas peripecias bélicas y políticas, incluyendo un golpe de Estado interno y la fuga de unas dos mil personas, la ciudad se rindió por fin, los sitiadores no encontraron en ella “hombres, sino esqueletos”. O, como escribió un oficial español, “llanto y desolación”.

 

Cayó la imperial ciudad amurallada, que desde lejos el Libertador Bolívar calificó de “heroica” (seis meses antes, tras chocar con las autoridades locales, Bolívar había salido de Cartagena rumbo a Jamaica; y aunque derrotado una vez más, ya recibía el título de Libertador desde su Campaña Admirable de 1813, que restauró efímeramente la república en Venezuela. Y que veremos después: porque todo no cabe en este párrafo). Cayó la ciudad, y con ella la Nueva Granada, pues en adelante la campaña de Morillo fue un paseo militar. Un paseo sin combates, pero puntuado de víctimas. Tras la toma de Cartagena hubo fusilamientos en el pueblo de Bocachica, pero en realidad la justicia expeditiva de Morillo, ya conocido como el Pacificador, se concentró en los principales cabecillas de la revolución: los después llamados “nueve mártires”, a quienes un Consejo de Guerra condenó “a la pena de ser ahorcados y confiscados sus bienes por haber cometido el delito de alta traición”. No fueron ahorcados, sin embargo, sino fusilados en las afueras de la muralla y arrojados a una fosa común.

En la capital del Virreinato el Pacificador fue recibido sin resistencia. Por el contrario, un selecto comité de elegantes damas santafereñas salió a recibirlo a la entrada de la ciudad: no les hizo caso. Arcos triunfales lo esperaban en las calles: los ignoró. No perdió tiempo en saludos ni discursos, sino que procedió a ordenar la detención de todos los dirigentes de la Patria Boba y su juicio expeditivo por un Consejo de Guerra. Su intención era decapitar la rebeldía, y estaba convencido de que las masas populares americanas no formaban parte de ella, sino que habían sido arrastradas a la revolución por unos pocos jefes. Tan seguro estaba de que su tarea pacificadora iba a durar pocos meses que en cuanto hubo conquistado Cartagena escribió a España solicitando el permiso del rey para casarse con una jovencita gaditana de buena familia, y lo hizo por poderes, en Cádiz. No imaginaba que no podría volver a verla sino seis años más tarde. Al regresar a Venezuela, que empezaba otra vez a levantarse en armas, dejó en Santafé instalado como restaurado virrey al militar Juan Sámano, que levantó los cadalsos del llamado Régimen del Terror, que iba a durar exactamente tres años, tres meses y tres días.

ESTRATEGIA PARA APRENDER A PENSAR



PENSAMIENTO ANALÍTICO / LA PATRIA BOBA


 

HISTORIA DE COLOMBIA Y SUS OLIGARQUÍAS – ANTONIO CABALLERO

LA DESGRACIADA PATRIA BOBA

A finales del siglo XVIII sucedían cosas tremendas en el mundo. Las colonias americanas de Inglaterra proclamaban su independencia y la ganaban después de una lenta guerra de diez años, con ayuda de Francia y de España, y se convertían en una inaudita república de ciudadanos libres y felices (con excepción, por supuesto, de los negros esclavos). En Inglaterra se asentaba la Revolución Industrial, que iba a transformar el mundo y, de pasada, a sembrar las bases económicas del Imperio británico. En Francia estallaba en 1789 una revolución burguesa: la Revolución con mayúscula. Y en la ingeniosa máquina de la guillotina les cortaban la cabeza a los aristócratas y a los reyes, en nombre de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. Y al amparo de esa revolución, al otro lado del océano los negros esclavos de Haití lograban su libertad y les cortaban la cabeza —a machete— a los dueños blancos de las plantaciones, y luego a las tropas francesas, y luego a las españolas del vecino Santo Domingo, y luego a los mulatos… Y así sucesivamente.

 

Las potencias monárquicas de Europa le declararon la guerra a la Francia revolucionaria. Un general corso llamado Napoleón Bonaparte dio en París un golpe de Estado, se proclamó cónsul a la romana y luego emperador de los franceses, y procedió a conquistar por las armas el continente europeo para imponerle a la fuerza la libertad, desde Lisboa hasta Moscú. En cuanto a España (que nunca había dejado de estar en guerra —pues era todavía un gran imperio— en tierra y mar, en el Mediterráneo y en el Atlántico, contra Francia unas veces, contra Inglaterra otras, a veces también contra el vecino Portugal por asuntos de ríos amazónicos o de naranjas del Alentejo), fue invadida por las tropas napoleónicas en 1808, destronados sus reyes y reemplazados por un hermano del nuevo emperador francés. Con la ocupación extranjera se desató además una guerra civil entre liberales y reaccionarios, entre “afrancesados” partidarios de una monarquía liberal y patriotas de dura cerviz animados por curas trabucaires, y el país se desgarró con terrible ferocidad.

Un sainete sangriento

Secuestrados por Napoleón los reyes, en el sur de la península todavía no ocupado por las tropas francesas se creó una Junta de Gobierno, y a su imagen se formaron otras tantas en las provincias de Ultramar: en Quito, en México, en Caracas, en Buenos Aires, en Cartagena, en Santafé (que en algún momento indeterminado había dejado de llamarse Santa Fé, y muy pronto iba a volverse Bogotá). Se abrió así la etapa agitada, confusa y tragicómica que separa la Colonia de la República y que los historiadores han llamado la Patria Boba: el decenio que va del llamado Grito de Independencia dado el 20 de julio de 1810 en Santafé a la Batalla del Puente de Boyacá librada el 7 de agosto de 1819, comienzo formal de la Independencia de España. Diez años de sainete y de sangre.

En la Nueva Granada las perturbaciones habían empezado casi quince años antes, al socaire de las increíbles noticias que llegaban sobre las revoluciones norteamericana y francesa. De la primera, los ricos comerciantes criollos de Cartagena y Santafé y los hacendados caucanos de productos de exportación —azúcar, cacao, cueros, quina— habían sacado la ocurrencia del libre comercio: en su caso, para comerciar con las colonias inglesas independizadas y con Inglaterra misma. De la segunda, los intelectuales —que eran esos mismos hacendados y comerciantes, más los doctores en Derecho que ya entonces vomitaban por docenas las universidades del Rosario, de San Bartolomé y de Popayán— habían sacado las ideas de liberté, égalité, fraternité, entendidas de manera convenientemente restringida: libertad de las colonias frente a España, pero no de los esclavos; igualdad de los criollos ante los españoles, pero no de las castas de mulatos y mestizos ante los blancos. ¿Fraternidad? No sabían lo que podía ser eso, ni siquiera en los más sencillos términos cristianos. Una generación atrás había observado el arzobispo–virrey Caballero y Góngora que nunca había visto gentes que se odiaran entre sí tanto como los criollos americanos.

En 1794 el señorito criollo Antonio Nariño, rico comerciante y estudioso intelectual, había traducido e impreso en Santafé la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Asamblea revolucionaria de Francia: pero sólo había distribuido tres ejemplares entre sus amigos, y había pagado su audacia subversiva con años de cárcel, de exilio y de cárcel otra vez. La represión, pues, empezó en la Nueva Granada antes que la revolución.

Una represión preventiva. Porque lo que aquí había no era ni el embrión de una revolución en serio: sólo una amable fronda aristocrática hecha de mordacidades sobre el virrey y de buenos modales ante la virreina. Aunque la imprenta llegó tarde, en comparación con Lima o México, hacía algunos años circulaban periódicos locales, y se recibían los de Filadelfia y los de Francia. Lo que en París eran los clubes revolucionarios aquí no pasaban de amables tertulias literarias de salón burgués. Antonio Nariño tenía una, que era tal vez también una logia masónica; el científico Francisco José de Caldas otra, el periodista Manuel del Socorro Rodríguez otra más, la señora Manuela Sanz de Santamaría una llamada “del Buen Gusto”, en su casa. En ellas se discutía de literatura y de política, se tomaba chocolate santafereño (no hacía mucho que la Santa Sede había levantado la excomunión sobre esa bebida pecaminosamente excitante) con almojábanas y dulces de las monjas. Una copita de vino fino de Jerez. Para los más osados, coñac francés importado de contrabando por alguno de los distinguidos contertulios. Una señora tocaba una gavota en el clavicordio. Un caballero ya no de casaca sino de levita, con un guiño populista, rasgueaba al tiple un pasillo. Se hablaba de los precios del cacao en Cádiz y de los negros en Portobelo, de los problemas con el servicio indígena, de las gacetas llegadas de Londres y de París (las de Madrid estaban sometidas a una férrea censura desde el estallido de la revolución en Francia), de la ya consabida insatisfacción de los criollos ricos por su exclusión del poder político. Empezaban a llamarse ellos mismos “americanos”, y a llamar a los españoles no sólo “chapetones” —como se les dijo siempre, desde la Conquista, a los recién llegados— sino también “godos”, ya con hostil intención política.

Pocos años antes había observado el viajero Alejandro de Humboldt: “Hay mil motivos de celos y de odio entre los chapetones y los criollos […]. El más miserable europeo, sin educación y sin cultivo de su entendimiento, se cree superior a los blancos nacidos en el Nuevo Continente”.

 

 

Entre dos aguas, el ya casi americano pero también godo, funcionario virreinal y poeta aficionado Francisco Javier Caro componía himnos patrióticos:

“No hay más que ser (después de ser cristiano,
católico, apostólico y romano)
en cuanto el sol alumbra y el mar baña
que ser vasallo fiel del rey de España”.

Sus descendientes, ya no españoles sino americanos pero también godos en el sentido político, también compondrían himnos patrióticos, que veremos más adelante.

ESTRATEGIAS PARA APRENDER A PENSAR

COMPLETE MAPA CONCEPTUAL






PENSAMIENTO SOCIAL / REBELIÓN DE LOS COMUNEROS


 PENSAMIENTO SOCIAL

 https://www.youtube.com/watch?v=xRYyixrRZkw&ab_channel=ViajerosenelTiempo

DOCUMENTAL: LA REBELIÓN DE LOS COMUNEROS – VIAJEROS EN EL TIEMPO

ESTRATEGIA PARA APRENDER PENSAR – DEBATE EN CLASE

1.    ¿Por qué pensaría usted que es importante la rebelión de los comuneros y su relación con la independencia?

2.    ¿Podría explicar qué sucedió durante la rebelión comunera y las reformas borbónicas y su impacto en la nueva granada?

3.    ¿Por qué considerarías relevante la participación de las mujeres, los indígenas, campesinos y criollos en la rebelión comunera?

4.    ¿Cómo podrías juzgar la forma en que la corona española enjuició y asesinó a los comuneros, a José Antonio Galán?

5.    Biografía mínima: José Antonio Galán – Manuela Beltrán.


PENSAMIENTO SOCIAL / EXPEDICIÓN BOTÁNICA

 

PENSAMIENTO SOCIAL

DOCUMENTAL: DE LA CIENCIA A LA REBELIÓN: EL LEGADO DE MUTIS – VIAJEROS EN EL TIEMPO

 

https://www.youtube.com/watch?v=QaqULRiXWXo&ab_channel=HistoriasdeAdelina

 

ESTRATEGIAS PARA PENSAR – DEBATE EN CLASE

1.    ¿De qué manera evaluarías la expedición botánica en la nueva granada como causa de la rebelión contra la corona española?

2.    ¿Cuál pensarías era el interés de España y del sabio Mutis con respecto a la expedición botánica?

3.    ¿Por qué podría usted denominar la expedición botánica como una expresión de arte pictórico para registrar la belleza de la naturaleza americana?

4.    ¿Podría usted explicar qué factores económicos, políticos y culturales impulsaron la independencia?

5.    Biografía mínima: Francisco José de Caldas, Jorge Tadeo Lozano, Salvador Rizo, Sinforoso Mutis.


sábado, 18 de octubre de 2025

PENSAMIENTO SOCIAL - REFORMAS FALLIDAS Y SABIO MUTIS

 


REFORMAS FALLIDAS Y SABIO MUTIS / HISTORIA DE COLOMBIA Y SUS OLIGARQUÍAS / ANTONIO CABALLERO

Las reformas fallidas

Luego, ya como virrey, fue sin duda el más ambicioso de todos, y emprendió grandes reformas en todos los campos; pero lo cierto es que no le fue bien casi en ninguna, o peor, le salió el tiro por la culata en unas cuantas.

Era un arzobispo “a la moderna”: ilustrado, afrancesado, jansenizante, antijesuita, antipapista, regalista. Y un virrey ilustrado y progresista. Y reformista. En consecuencia chocó con todo el mundo.

Chocó con el que él llamaba “el partido de los hacendados”, al que consideraba un obstáculo para el buen gobierno porque, explicaba en sus cartas al ministro de Indias, “por interés propio subvierten el orden, perpetúan la ignorancia y la escasez y rechazan las reformas a favor de su personal ganancia”. En su relación de mando escribe lo que parece un retrato del ya mencionado marqués de San Jorge: que los criollos ricos “son súbditos inútiles que ponen su prestigio y felicidad en conservar unas tierras improductivas o en poner varias casas en lugares de prestigio, sin desear el progreso”. Pero esto no significa que le gustaran más los criollos pobres: llamaba al pueblo “monstruo indomable” que producía “sinnúmero de ladrones y pordioseros”, y vagabundos y trabajadores ambulantes. “No hay quien quiera trabajar (…) La gente del común es casi toda ociosa, y, como tal, aplicada a la rapiña y al hurto”.

Chocó también con las órdenes religiosas, por su corrupción y sus abusos. No pudiéndolo hacer como arzobispo, como virrey tomó medidas para “liberar a los vasallos de la vejación y extorsiones que sufren del estado eclesiástico”. No se lo perdonaron. Quiso imponer un nuevo Plan de Estudios generales desarrollado con el sabio Mutis, y tropezó con la oposición encarnizada de los dominicos de la Universidad de Santo Tomás. Porque proponía “sustituir las útiles ciencias exactas en lugar de las meramente especulativas en que hasta ahora lastimosamente se ha perdido el tiempo”: es decir, cambiar los silogismos de la escolástica por las ecuaciones de las matemáticas. Y, osadía más escandalosa aún, quería volver la educación superior pública y laica, usando para ello las edificaciones de las universidades y colegios expropiados a los jesuitas. La protesta de los dominicos y de los agustinos, dueños del sector desde la extinción de la Compañía de Jesús, consiguió frustrar la reforma. Proyectó en vano la apertura de un canal interoceánico para embarcaciones de gran porte uniendo con una cadena de embalses los ríos Atrato y San Juan: la Corte de Madrid rechazó la idea por no darles facilidades a los buques ingleses, que desde la apertura del comercio entre las colonias en 1758 dominaban el contrabando tanto en el Atlántico como en el Pacífico. Como capitán general, y para evitar la repetición de un alzamiento como el de los Comuneros, creó milicias permanentes e instaló tropas en la capital. Pero sus sucesores desecharon ambas cosas por considerarlas demasiado costosas para las rentas del Virreinato.

Fue un gobernante amigo del gasto público, hasta el derroche. Al tiempo que dedicaba grandes sumas al mejoramiento de los intransitables caminos del país —“yo me he sorprendido de haber visto unos caminos tales”, anotaba en su diario el sabio Mutis—, multiplicaba sin freno la burocracia, llenando los empleos con clientes y parientes corruptos y abriendo un gran hueco fiscal que heredaron sus sucesores. También la Expedición Botánica que emprendió con Mutis resultó la más costosa de todas las que, sobre el mismo modelo, ordenó la Corona en el Perú, en México, en Cuba y en las Filipinas. Y produjo menos publicaciones científicas.

Tan manirroto como con el dinero público era con el suyo propio, que tenía en abundancia: según sus críticos, era el mismo. Nombrado arzobispo de Santa Fé en 1776 llegó a Cartagena con un descomunal equipaje personal: docenas de bultos, cajones, esportones, baúles, arcones, maletas y cofres de ropas y vajillas y cristalería, espejos, muebles, varios toneles y cientos de botellas de vino y pellejos y botijas de aceite. Alfombras, cortinajes. Nada menos que treinta y ocho cajas de libros. Cuando regresó a España le donó al Arzobispado de Santa Fé su biblioteca, la biblioteca de un ilustrado dieciochesco, la única que podía rivalizar con la del sabio Mutis en la América española: cinco mil volúmenes en varios idiomas (castellano, francés, latín, griego, italiano), y sobre todos los temas: teología (Tomás de Aquino, pero también Al margen de sus costos y sus fastos, de los emprendimientos del virrey arzobispo iba a quedar muy poco: planes que no se aplicaron, obras que no se terminaron, ordenanzas que no se cumplieron. Lo que de verdad dejó en herencia, fuera de sus libros incendiados y sus cuadros perdidos, fue la gran empresa de la Expedición Botánica de Mutis. Sin el impulso del arzobispo virrey, y sin los fondos que puso de su propio bolsillo para darle comienzo, hubieran pasado años y años antes de que la Corte de Madrid se decidiera a financiarla. Pero su resultado, que más que científico fue político, probablemente no le hubiera complacido. Fue la siembra de la Ilustración en la Nueva Granada. Al traerla, él y Mutis esperaban que las élites criollas apoyaran el reformismo liberal de los reyes Borbones españoles. Pero sucedió que, a fuer de ilustradas, esas élites rechazaron el absolutismo reaccionario de esos mismos reyes, aprendiendo de sus primos franceses.

Para eso faltaba todavía, por una generación, más de lo mismo: el estribillo monótono de la lista de virreyes, como una ronda infantil:

“Dongilyezpeletadespuésmendinuetayamaryborbón…”

Pero en la lista quedó faltando el último: Juan Sámano, el de los cadalsos que iban a venir.

Pascal), filosofía (desde Aristóteles hasta Locke y Montesquieu, y los primeros volúmenes de la escandalosa Encyclopédie de Diderot), historia, economía política, jardinería, navegación, y las que él llamaba “artes industriales”: arquitectura civil y militar, hidráulica, mecánica. Y gramáticas y diccionarios de inglés y de italiano, y, caso curioso en un hombre de iglesia justamente temeroso de la Inquisición, de hebreo y de árabe. Y docenas de cuadros. Según el inventario de embarque, en el equipaje venían pinturas de Miguel Ángel, de Tiziano, de Velázquez, de Rubens, de Murillo…

 

El sabio Mutis

Nadie ha merecido en este país, tan dado a la vez a la lambonería elogiosa y a la envidia mezquina, el epíteto unánime de “sabio”. Con una sola excepción: la de José Celestino Mutis, médico, botánico, matemático, astrónomo nacido en Cádiz, que llegó de treinta años a la Nueva Granada y murió en Santa Fé medio siglo después. El sabio Mutis.

Si hubieran sospechado que con él venía la Ilustración, y con la Ilustración la subversión política, las autoridades del Virreinato no hubieran admitido aquí a ese joven botánico que llegó como médico personal del virrey Messía de la Cerda en 1760. Pero ¿quién más inofensivo que un botánico, políticamente hablando? Era además hombre piadoso en materia de religión, que al desembarcar en Cartagena se escandalizó al ver que las mulatas iban a misa descalzas y sin más que las enaguas y una blusa “que deja descubiertos gran parte de los pechos, espalda y hombros”, según anotó en su diario entre otras observaciones sobre flora y fauna tropicales. Pocos años después se hizo cura. Pero cabe sospechar que era más bien agnóstico y quizás masón, como lo fueron tantos clérigos dieciochescos: ya funcionaban logias masónicas en Cádiz que, por cuenta de la Casa de Contratación que controlaba el comercio con América, era entonces la ciudad más cosmopolita de España. Es probable que su ordenación sacerdotal tuviera el objeto de conveniencia de evitarle sospechas de la Inquisición, ante la cual lo empapelaron por dos veces los dominicos: la primera por exponer en el Colegio del Rosario la nefanda teoría heliocéntrica de Copérnico por la cual había sido condenado y casi quemado vivo Galileo; la segunda por haber traducido al castellano los abominables —por ser obra de un inglés— Principia Mathematica de Newton.

En ambas ocasiones salió absuelto. Pero no había venido a las Indias con la intención de dar clases de astronomía, sino con la de estudiar la naturaleza todavía por completo desconocida del continente descubierto hacía ya casi tres siglos. “Pensaba yo desde España que a estas horas me hallaría investigando la quina…”, escribe en su diario, “pero el silencio que ha guardado su excelencia el virrey…” le impidió consagrarse a las investigaciones científicas. Dos veces el silencio de los virreyes rechazó su propuesta de organizar una expedición botánica que estudiara qué riquezas naturales —distintas del oro— podía haber en las tierras de la Nueva Granada. Y durante veinte años tuvo que resignarse a vivir de “la amarga práctica de la medicina” en Santa Fé, de la destilación del ron de caña en Mariquita y de la minería del oro en en el pueblo de Vetas, en el remoto páramo de Santurbán. Fue necesario que llegara a Santa Fé un arzobispo ilustrado, Antonio Caballero y Góngora, nombrado además virrey, para que en 1783 promoviera ante la corona la financiación de la gran empresa científica y se la confiara a Mutis, quien la dirigió hasta su muerte casi treinta años después.

 

Y cabe preguntarse ¿qué se hicieron esos cuadros? Todo el mundo los miró pasar cuando entraban. Nadie los vio salir. En cuanto a los libros, se quemaron con el Palacio Arzobispal de Bogotá el 9 de abril de l948.

ESTRATEGIAS PARA APRENDER A PENSAR

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PENSAMIENTO SOCIAL - LOS COMUNEROS

 


LOS COMUNEROS - HISTORIA DE COLOMBIA Y SUS OLIGARQUÍAS - ANTONIO CABALLERO

Los Comuneros

Sucedió que un día de mercado del mes de marzo de 1781, en la villa de El Socorro, en las montañas del noroeste del Virreinato, se dio un gran alboroto que…

Pero esto requiere algunos antecedentes.

La teoría del absolutismo regio que promovían los ministros de Carlos III se estrellaba en la práctica con un serio problema: no había con qué. Ni funcionariado capaz de ponerla en vigor (la pululante burocracia creada por los Austrias era tan numerosa como inepta), ni ejército y marina que pudieran imponerla. Y ya no imperaba el tolerante “se obedece, pero…”, sino el autoritario “ordeno y mando”. Por eso la tarea principal de los reformadores consistió en aumentar la presión fiscal sobre las colonias para obtener excedentes monetarios. (Los cuales, irónicamente, servirían en buena parte para financiar la ayuda de España a la emancipación de las colonias inglesas de América del Norte; emancipación ésta desatada a su vez por la carga de impuestos sin contraprestaciones que les exigía la Corona británica: la famosa “Fiesta del Té” (Tea Party) de Boston).

Así que las reformas, adelantadas en América por orden del laborioso y enérgico ministro de Indias José Gálvez, marqués de Sonora, iban dirigidas a que la metrópoli explotara fiscalmente sus colonias con un rigor sin precedentes. Para lograrlo se nombraron unos novedosos e implacables visitadores-regentes, azuzados desde la Corte de Madrid para reforzar en cada Virreinato los recaudos: para aumentar el impuesto de alcabala hasta los niveles peninsulares, reintroducir un tributo ya obsoleto para el mantenimiento de la Armada de Barlovento, inventar otros nuevos, subir el precio de los productos de monopolio oficial como eran la sal, el tabaco y el aguardiente (estos dos constituían los dos tercios de los ingresos del fisco). Funcionarios venidos a aplicar el que de modo anacrónico pudiera llamarse “consenso de Madrid”: sin consultar la opinión de los gobernantes locales. Los cuales, en el Perú y en México y en la Nueva Granada, desaconsejaron el apretón fiscal, temiendo los disturbios. Una copla de la época advertía:

“La naranja es siempre amarga
si se exprime demasiado.
Y el borrico recargado
siempre se echa con la carga…”.

 

Hubo, en efecto, disturbios. En México, levantamientos indígenas. En el Perú, Alto y Bajo, la gran rebelión del inca Túpac Amaru ahogada en sangre. En la Nueva Granada la cosa fue más leve y tuvo tintes de farsa: hubo un tumulto, una capitulación, y un engaño.

La protesta nació en los pueblos tabacaleros de las montañas del nororiente del Virreinato afectados por el alza de los impuestos decretados por el nuevo visitador regente Gutiérrez de Piñeres. Y un domingo de mercado de marzo de 1781 se convirtió en motín popular en la ciudad de El Socorro. Una enfurecida vivandera llamada Manuela Beltrán arrancó de las paredes de la plaza los edictos de los nuevos impuestos gritando “¡Viva el rey y muera el mal gobierno!”: un grito que parece demasiado largo y bien compuesto para ser natural (tal vez fue inventado a posteriori por los historiadores). Y se alzó el pueblo entero.

No sólo el pueblo raso. Por oportunismo se sumaron al bochinche los notables locales: las “fuerzas vivas”, como se decía, las modestas oligarquías municipales, comerciantes, hacendados medianos; que después, por miedo, se vieron empujados a tomar la cabeza del movimiento. Uno de ellos, Salvador Plata, escribiría más tarde en su disculpa que lo habían forzado “con lanzas en los pechos”. Sería menos: serían apenas gritos de “¡que baje el doctor, que baje el doctor!” dirigidos al balcón de su casa. Y el doctor bajó, y se dejó llevar contento a la primera fila de la protesta. Lo mismo sucedió en los pueblos vecinos: Mogotes, Charalá, Simacota. Y eligieron por capitán general al terrateniente local y regidor del Cabildo Juan Francisco Berbeo, que organizó el desorden en milicias armadas con lanzas y machetes y escopetas de cacería. Las tropas eran de blancos pobres, de indios y mestizos. Los capitanes eran criollos acomodados, con pocas excepciones, entre ellas la del que luego sería el jefe más radical de la rebelión, José Antonio Galán: “hombre pobre, pero de mucho ánimo”.

 

Pero alborotos populares había a cada rato, y en el Gobierno nadie se inquietó. Formaban parte de la práctica política tradicional, como la tradicional corrupción y el tradicional clientelismo. Un oidor con unos pocos soldados fue a apagar la revuelta provinciana —la escasa tropa regular del Virreinato estaba en Cartagena con el virrey Manuel Antonio Flórez, como siempre: pues el enemigo era, como siempre, el inglés—; y ante la masa creciente de los amotinados, que ya llegaba a los cuatro mil hombres, tuvo que rendirse sin combatir: hubo un muerto. Se alborotaron también los burgueses de Tunja. Hasta de la capital empezaron a llegar entonces inesperadas e interesadas incitaciones a la revuelta de parte de los ricos criollos, deseosos de que recibieran un buen susto las autoridades españolas. Se leyeron en las plazas y se fijaron en los caminos pasquines con un larguísimo poema que se llamó “la Cédula del Común”, por remedo irónico de las reales cédulas con que el monarca español otorgaba o quitaba privilegios. La del Común, por el contrario, incitaba a “socorrer al Socorro” y a convertir la revuelta en un alzamiento general del reino:

“¿Por qué no se levanta Santa Fé?
¿Por qué no se levantan otros tales
en quienes la opresión igual se ve
y con mayor estrago de los males?”.

De nuevo un grito popular: “¡A Santa Fé!”. Y allá fue la montonera arrastrando a sus jefes, que sin embargo tomaron primero la precaución leguleya de consignar ante notario que lo hacían forzados por la chusma y sólo con el virtuoso propósito de “sosegar y subordinar a los abanderizados”. Por el camino fueron reclutando más gente: notables locales que ponían dinero, criollos pobres dueños de un caballo y un cuchillo, mestizos, indios de los resguardos. Al indio Ambrosio Pisco, negociante de mulas de arriería y descendiente de los zipas, lo unieron a la causa proclamándolo “príncipe de Bogotá” casi a la fuerza. En mayo, cuando llegaron a Zipaquirá, eran ya veinte mil hombres de a pie y de a caballo armados de lanzas, machetes y garrotes y unas cuantas docenas de mosquetes: el equivalente de la población entera de Santa Fé, niños incluídos. La ciudad estaba aterrorizada ante la inminencia del “insulto”, como se llamó al posible asalto, al que no podía oponer más defensores que las dos docenas de alabarderos de aparato de la guardia del virrey. El visitador regente Gutiérrez de Piñeres huyó a Honda buscando llegar por el río a Cartagena, donde estaba el virrey Flórez con sus exiguas tropas. Se nombró en comisión al oidor de la Audiencia Vasco y al alcalde Galavís, asesorados por el arzobispo Caballero, para que fueran a Zipaquirá a parlamentar con los rebeldes.

Aquí, un paréntesis elocuente. Se supo entonces que la incendiaria “Cédula del Común” que había galvanizado a los pueblos, escrita por un fraile socorrano, había sido financiada, impresa y distribuida por cuenta del marqués de San Jorge, el más poderoso de los oligarcas santafereños. El mismo que, a la vez, ofrecía contribuir con cuatrocientos caballos de sus fincas para la tropa que las autoridades se esforzaban por levar a toda prisa. Porque el sainete de dobleces que llevó al fracaso del movimiento comunero no fue sólo de los gamonales de pueblo como Plata y Berbeo, que se levantaron en armas al tiempo que firmaban memoriales de lealtad; ni de los funcionarios virreinales que se comprometieron a sabiendas de que no iban a cumplir: fue una comedia de enredo en la que participaron todos.

 

Jorge Miguel Lozano de Peralta y Varaes Maldonado de Mendoza y Olaya era el hombre más rico de la Nueva Granada. Había heredado de la Conquista una enorme encomienda en la Sabana, aumentada con tierras de los resguardos indígenas y transformada en hacienda ganadera de engorde que alimentaba de carne a la población de Santa Fé y de cuero a sus industrias de curtiembres; era dueño de una docena de casas y terrenos en la ciudad; manejaba negocios de comercio con España; había ocupado todos los cargos públicos posibles para un criollo y había comprado un título de marqués (bajo los Borbones se instauró la venta de títulos nobiliarios para recaudar fondos para la Corona), negándose a continuación a pagar los derechos con el argumento de que en realidad había merecido el marquesado por las hazañas de sus bisabuelos conquistadores y por el hecho mismo de ser, gracias a esas hazañas, inmensamente rico. Lo tenía todo. Pero en su condición de criollo “manchado de la tierra” se sentía injustamente postergado en sus méritos por los virreyes españoles, que en su opinión eran —según le escribía al rey— “incompetentes y corruptos”, como lo suelen ser todos los gobernantes a ojos de los ricos. Y se quejaba diciendo: “¿De qué nos sirve la sangre gloriosamente vertida por nuestros antepasados? Aquí los virreyes nos atropellan, mofan, desnudan y oprimen… [y]… los pobres americanos, cuanto más distinguidos, más padecen”.

El caso del marqués es revelador del hervor que se cocinaba en todos los estamentos sociales bajo las aguas mansas del tedio colonial. Si jugaba a dos barajas era porque sus intereses estaban de los dos lados: en tanto que hombre rico, con el orden representado por la Corona española; y con la chusma comunera porque compartía con ella un rencor de criollo, que ya se puede llamar nacionalista aunque no sea todavía independentista. Eso vendría una generación más tarde, con sus hijos.

Los rebeldes comuneros llegaron a Zipaquirá con una lista de exigencias de treinta y cinco puntos. Unos referidos a los propietarios, como la abolición de un recién creado impuesto que consideraron extorsivo: el “gracioso donativo” personal para la Corona; o el compromiso de privilegiar a los españoles americanos sobre los europeos en la provisión de los cargos públicos. Otros que beneficiaban a los promotores originales de la protesta, los cultivadores de tabaco: la reducción de los impuestos. Otro para los borrachos del común: la rebaja del precio del aguardiente. Y finalmente algunos para los indios que se habían sumado a la acción: el respeto de sus resguardos y la devolución de las minas de sal. Y también, para todos, un perdón general por el alzamiento.

Mientras el alcalde Galavís y el oidor Vasco negociaban, cedían, se arrepentían, renegociaban, el arzobispo decía misas, echaba sermones elocuentes para afear la conducta impía de quienes osaban levantarse contra el rey (como ya lo estaban haciendo por orden suya todos los curas párrocos), prometiendo, con éxito de público, los fuegos del infierno y la condenación eterna para quienes persistieran en la rebeldía; y, sinuosamente, dividía a los Comuneros entre ignorantes y cultivados, entre ricos y pobres, y entre socorranos y tunjanos, atizando sus celos de jurisdicción. Los de El Socorro se ofendieron, los de Tunja, que eran los más ricos y mejor armados, amenazaron con volver a su tierra. Los ricos negociaban en privado. El gentío de los pobres se impacientaba afuera y daba gritos, y desde las ventanas el arzobispo pronunciaba con unción más y más sermones apaciguadores y piadosos: en España había tenido fama de gran orador sagrado antes de venir a América.

 

Hasta que por fin se firmaron las llamadas Capitulaciones (porque iban divididas en capítulos, y no porque significaran una rendición) de Zipaquirá. El gobierno cedía en todo, bajaba los impuestos, nombraba a Berbeo corregidor de la nueva provincia del Socorro y dictaba un indulto general para los insurrectos. A continuación el ejército comunero se disolvió como una nube y cada cual se fue a su casa. La insurrección había durado tres meses.

Pero de inmediato, desde Cartagena en donde seguía esperando el ataque de los ingleses, el virrey Flórez repudió el acuerdo, y envió tropas para defender a Santa Fé por si volvía a presentarse el caso. Evaporado su ejército, los cabecillas de la revuelta fueron apresados: Pisco, Plata, Berbeo. El marqués de San Jorge fue desterrado a Cartagena, en donde edificó un palacio que se le dio como casa por cárcel hasta su muerte. Otros capitanes fueron condenados a la vergonzosa pena pública de azotes, o al destierro en los presidios españoles de África.

Desde el otro lado del escenario uno de los más distinguidos capitanes comuneros, José Antonio Galán, aquel “hombre pobre, pero de mucho ánimo” venido del pueblo de Charalá, tampoco aceptó el trato. No se hallaba presente durante la firma porque su comandante Berbeo lo había mandado a Honda con un destacamento de insurrectos para capturar al fugitivo visitador regente Gutiérrez de Piñeres, culpable final de todo el lío. Cosa que Galán no había hecho. Existe al respecto una disputa entre los historiadores sobre si él mismo le escribió una carta al visitador aconsejándole que huyera, o si lo hizo, por el contrario, tratando de tenderle una celada: sobre si él mismo fue un traidor o fue un héroe, o los dos a la vez en una sola persona, como en el cuento de Borges que se titula así: “Tema del traidor y del héroe”.

El caso es que Galán, en vez de perseguir al visitador por un lado o de aceptar por el otro el perdón general, siguió durante unos meses recorriendo el valle del Magdalena, levantando a su paso caseríos de pescadores y liberando esclavos de las haciendas, radicalizando los objetivos de la protesta popular con la consigna ya revolucionaria de “¡Unión de los oprimidos contra los opresores!” (tal vez también inventada, como el grito de Manuela Beltrán, por los historiadores).

Sin éxito. Sus propios jefes tumultuarios se encargaron de perseguirlo, capturarlo y entregarlo a la justicia virreinal, como prueba definitiva de su arrepentimiento por el tumulto. Fue condenado a muerte con tres de sus compañeros, y lo descuartizaron. Aunque no de verdad, como acababa de serlo en la plaza mayor del Cuzco el rebelde inca Túpac Amaru: vivo, tirado por cuatro caballos. Sino simbólicamente, después de muerto arcabuceado: no había en la pueblerina Santa Fé verdugo que supiera ahorcar. Su cabeza cortada fue exhibida para escarmiento de los descontentos en una jaula a la entrada de la ciudad, y sus manos y sus pies llevados con el mismo fin a los pueblos que habían sido teatro de la rebelión. Se ordenó sembrar de sal el solar de su casa en su pueblo de Charalá, después de demolerla. Se encontró que José Antonio Galán no tenía casa. El virrey Flórez solicitó del rey su vuelta a España. Su sucesor Pimienta murió de indigestión, como se contó más atrás. Y en la manga de su mortaja, por así decirlo, apareció el nombramiento de quien debía asumir el mando: el arzobispo de Santa Fé, Caballero y Góngora.

 

ESTRATEGIAS PARA APRENDER A PENSAR

COMPLETE MAPA CONCEPTUAL PENSAMIENTO SOCIAL / CUADRO SINÓPTICO

TÍTULO

 

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ESTRATEGIAS PARA APRENDER A PENSAR-DEBATE

 

I.                    PENSAMIENTO SOCIAL

 

CONCEPTOS HISTÓRICOS

VOCABULARIO

MAPA PENSAMIENTO SOCIAL

 

 

 

1.

Escriba tres (3) ideas relevantes del texto.

 

 

 

 

 

A.

 

 

 

B.

 

 

 

C.

 

 

 

 

 

 

2.

Explique cada una de las ideas.

 

 

 

 

 

A.

 

 

 

B.

 

 

 

C.

 

 

 

 

 

 

3.

Contextualización (Redacte texto breve en la misma temática, pero desde otro contexto).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

SIGNIFICADO:                        SIGNIFICADO:



PENSAMIENTO ANALÍTICO / LA REVOLUCIÓN DE HAITÍ

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