PENSAMIENTO ANALÍTICO
DOCUMENTAL: LA REVOLUCIÓN DE HAITÍ
https://www.youtube.com/watch?v=oLfJlfskdMg&ab_channel=GeografiaHistoria%28CienciasSociales%29
ESTRATEGIAS PARA APRENDER A PENSAR – DEBATE EN CLASE
MAPA CONCEPTUAL DE LA REVOLUCIÓN DE HAITÍ
DOCUMENTAL: LA REVOLUCIÓN DE HAITÍ
https://www.youtube.com/watch?v=oLfJlfskdMg&ab_channel=GeografiaHistoria%28CienciasSociales%29
ESTRATEGIAS PARA APRENDER A PENSAR – DEBATE EN CLASE
MAPA CONCEPTUAL DE LA REVOLUCIÓN DE HAITÍ
PENSAMIENTO ANALÍTICO
HISTORIA DE COLOMBIA Y SUS OLIGARQUÍAS - ANTONIO CABALLERO
Todo por un florero
Con las noticias de
las guerras de Europa se agitaron esas aguas coloniales que, desde los tiempos
de la sublevación de los Comuneros, parecían otra vez estancadas. En la España
ocupada, la Junta de Gobierno refugiada en Cádiz convocó unas Cortes en las que
por primera vez participarían, con una modesta representación, las colonias
americanas; y en respuesta a la invitación, el más brillante jurista de la
Nueva Granada, Camilo Torres, escribió un memorial. El hoy famoso Memorial
de agravios en que exponía las quejas y las exigencias de los
españoles americanos: un documento elocuentísimo que tuvo el único defecto de
que no lo conoció nadie, porque en su momento no se llegó a enviar a España y
sólo fue publicado treinta años después de la muerte de su autor. El más
importante documento explicatorio de la Independencia fue archivado sin leerlo.
O bueno: no era ese
el único defecto. Tenía también el defecto natural de no representar los
agravios de todos los americanos: Torres hablaba en nombre de su clase, no del
pueblo. Señalaba en su queja que “los naturales (los indios) son muy pocos o
son nada en comparación con los hijos de los europeos que hoy pueblan estas
ricas posesiones. […] Tan españoles somos como los descendientes de don
Pelayo”. Era para los criollos ricos para quienes Torres reclamaba derechos: el
manejo local de la colonia, no su independencia de España. La independencia que
a continuación se proclamó fue el resultado inesperado de un incidente que a la
clase representada por Torres se le salió de las manos por la imprevista
irrupción del pueblo.
La cosa fue así. Un
puñado de abogados ambiciosos y ricos santafereños, Torres entre ellos, y los
Lozano hijos del marqués de San Jorge, y Caldas el sabio de la Expedición
Botánica de Mutis, y Acevedo y Gómez, a quien después llamarían el Tribuno del
Pueblo por sus dotes de orador, y tal y cual, que ocuparían todos más tarde
altos cargos en la Patria Boba y serían luego fusilados o ahorcados cuando la
Reconquista española, un puñado de oligarcas, en suma, habían planeado
organizar un alboroto con el objeto de convencer al viejo y apocado virrey Amar
y Borbón de organizar aquí una Junta como la de Cádiz en la cual pudieran ellos
tomar parte. Junta muy leal y nada revolucionaria, presidida por el propio
virrey en nombre de su majestad el rey Fernando VII, cautivo de Napoleón. Pero
Junta integrada por los criollos mismos.
El pretexto
consistió en montar un altercado entre un chapetón y un criollo en la Plaza
Mayor un día de mercado para soliviantar a la gente contra las autoridades. Fue
escogido como víctima adecuada un comerciante español de la esquina de la
plaza, José Llorente, conocido por su desprecio por los americanos: solía decir
con brutal franqueza que “se cagaba en ellos”. Y el criollo Antonio Morales fue
a pedirle prestado de su tienda un elegante florero para adornar la mesa de un
banquete de homenaje al recién nombrado visitador Villavicencio, otro criollo
(de Quito). Cuando Llorente, como tenían previsto, le respondió que se cagaba
en él y en el visitador y en todos los americanos, Morales apeló al localismo
encendido de las turbas del mercado, en tanto que su compinche Acevedo y Gómez
saltaba a un balcón para arengarlas con su famosa oración: “¡Si dejáis perder
estos momentos de efervescencia y calor, antes de doce horas seréis tratados
como sediciosos! ¡Ved los grillos y las cadenas que os esperan…!”.
Pero la cosa no
pasó de darle una paliza a Llorente y, al parecer, de romper el florero, del
cual hoy sólo subsiste un trozo. La autoridad no respondió a la provocación
como se esperaba, sacando los cañones a la calle: aunque así lo pedía la
combativa virreina, el poltrón virrey no se atrevió. La gente de la plaza se
aburrió con la perorata incendiaria de Acevedo y empezó a dispersarse, y se
necesitó que otro criollo emprendedor, el joven José María Carbonell, corriera
a los barrios populares a amotinar al pueblo, cuyo protagonismo no estaba
previsto por los patricios conspiradores. Los estudiantes “chisperos” echaron a
rebato las campanas de las iglesias, y al grito de “¡Cabildo Abierto!” las
chusmas desbordadas de San Victorino y Las Cruces incitadas por Carbonell, los
despreciados pardos, los artesanos y los tenderos, las revendedoras y las
vivanderas del mercado invadieron el centro e hicieron poner presos al virrey y
a la virreina y quisieron forzar, sin éxito, la proclamación de un Cabildo
Abierto que escogiera a los integrantes de la Junta. En la cual, sin embargo,
lograron tomar el control los ricos: los Lozano, Acevedo, Torres, que al día
siguiente procedieron a liberar al virrey y a llevarlo a su palacio para
ofrecerle que tomara la cabeza del nuevo organismo. La virreina, cuenta un
historiador, “mandó servir vino dulce y bizcochos”.
Y hubo misas,
procesiones, un tedeum de acción de gracias al que asistió toda la “clase
militar”, que en pocos días ya contaba con más oficiales que soldados. Pero
continuaban los bochinches. Cuenta en su Diario de esos días
el cronista José María Caballero que el desconcierto era grande: “Con
cualesquiera arenga que decían en el balcón los de la Junta u otros, todo se
volvía una confusión. Porque unos decían: ¡Muera! Otros ¡Viva!”. En los barrios
se formaban juntas populares, inflamadas por los discursos de Carbonell y sus
chisperos: señoritos estudiantes que escandalosamente, provocadoramente, usaban
ruana. Se fundó en San Victorino un club revolucionario. El pueblo seguía en
las calles, y corrían el aguardiente y la chicha en las pulperías y en las tiendas.
El virrey Amar huyó a Honda, y de ahí a España, aprovechando la distracción de
una procesión en honor de Nuestra Señora del Tránsito. La Junta creó una
milicia montada de voluntarios de la Guardia Nacional: seiscientos hombres
enviados de sus haciendas por los “orejones” sabaneros que, cuenta Caballero,
cabalgaban por las calles empedradas “metiendo ruido con sus estriberas y
armados con lanzas y medialunas”. Se restableció el orden. A Carbonell y a los
suyos los metieron presos. Y apenas quince días después de proclamada la
Independencia el 20 de julio, el 6 de agosto, se celebró solemnemente con
desfiles y procesiones y el correspondiente tedeum en el aniversario de la
Conquista.
Es natural: eran
los nietos —o los tataranietos— de los conquistadores. Eran los descendientes
de don Pelayo. Todos los participantes en los retozos democráticos del 20 de
julio eran hijos de español y criolla, “manchados de la tierra”, pero casi
ninguno criollo de varias generaciones. Todos eran parientes entre sí. Primos,
yernos, hermanos, cuñados, tíos los unos de los otros. La Patria Boba fue un
vasto incesto colectivo. Todos eran ricos propietarios de casas y negocios, de
haciendas y de esclavos. Por eso querían mantener intacta la estructura social
de la Colonia: simplemente sustituyendo ellos mismos el cascarón de autoridades
virreinales venidas de España, pero sin desconocer al rey. Querían seguir
siendo españoles, o, más bien, ser españoles de verdad, por lo menos mientras
esperaban a ver quién ganaba la guerra en la península: si los patriotas
sublevados contra el ocupante, o “los libertinos de Francia” que pretendían
abolir la Inquisición y la esclavitud e imponer “las detestables doctrinas (igualitarias)
de la Revolución francesa”.
Las guerras civiles
Empezó Santafé,
desde donde Nariño insistía en imponer el centralismo con el argumento de que
era necesario para someter la resistencia realista española, que dominaba en
Popayán y en Pasto, en Panamá, en media Venezuela, y en el poderoso Virreinato
del Perú. En Tunja, el presidente del recién integrado Congreso de las
Provincias Unidas, Camilo Torres, respondió atacando a Cundinamarca. La guerra
se declaraba siempre con fundamentos jurídicos: el uno alegaba que lo del
dictador Nariño en Cundinamarca era una “usurpación”; el otro que lo del
presidente Torres en Tunja era “una tiranía autorizada por la ley”. A veces
ganaba el uno, a veces el otro, al azar de las batallas y de las traiciones.
Dejando a un tío suyo en la presidencia, Nariño emprendió la conquista del sur
realista, yendo de victoria en victoria hasta que fue derrotado en Pasto y
enviado preso a España, en cuyas mazmorras pasaría los siguientes seis años.
Torres desde Tunja
envió entonces un ejército a conquistar Santafé, comandado por un joven general
que había sido sucesivamente vencedor, derrotado, luego asombrosamente
victorioso y nuevamente batido en las guerras de Venezuela: el caraqueño Simón
Bolívar. La ciudad rechazó su ataque con una vigorosa excomunión del arzobispo,
y saludó su fácil victoria con el habitual tedeum de acción de gracias. Y por
otra parte, continuaba en el sur —en el Cauca, en la provincia de Quito— y en
el norte —en Santa Marta, en Maracaibo— la lucha entre realistas y patriotas.
De manera que las hostilidades eran múltiples: sin hablar de las tropas
españolas propiamente dichas, que no eran muy numerosas, estaban entre los
americanos los partidarios de España, llamados realistas o godos, y los
partidarios de la independencia, llamados patriotas; y los centralistas,
también llamados pateadores, que combatían con los federalistas, o carracos,
los cuales también combatían entre sí: Cartagena contra Mompós, Quibdó contra
Nóvita, El Socorro contra Tunja.
Era un caos
indescriptible. Los jefes se insultaban en privado y en público, en memoriales
y periódicos, llamándose pícaros, inmorales, traidores, ladrones y asesinos.
Los oficiales cambiaban de bando por razones de familia, o de ascensos y
aumentos de sueldo prometidos por el adversario. Los generales improvisados se
irritaban en vísperas de la batalla, cuando algún edecán les avisaba que el
enemigo estaba cerca: “Diga usted que aguarden un poco, que estoy almorzando”.
Las tropas saqueaban los pueblos. Los soldados, reclutados a la
fuerza,desertaban en cuanto podían. Desde su periódico el Sabio Caldas se
disculpaba ante la historia: “Todas las naciones tienen su infancia y su época
de estupidez y de barbarie. Nosotros acabamos de nacer…”.
Un caos indescriptible,
bien descrito sin embargo en sus memorias y bien pintado en sus cuadros por el
soldado José María Espinosa, abanderado del ejército de Nariño: “Mil
detonaciones, los silbidos de las balas, las nubes de humo que impiden la vista
y casi asfixian, los toques de corneta y el continuo redoblar de los tambores”.
Los quejidos de los agonizantes, los relinchos de los caballos moribundos, el
tronar de los cañonazos, las granizadas de la fusilería que Espinosa distingue
entre “lejanas y cercanas”, menos letales, curiosamente, éstas que aquéllas.
Todos trataban por todos los medios y con todas las excusas de matarse entre
sí. Subraya las matanzas Espinosa cuando dicta sus memorias cincuenta años
después, diciendo: “No hay duda de que la República estaba entonces en el
noviciado del arte en que hoy es profesora consumada. Tal vez por eso la
llamaban Patria Boba”.
A los
supervivientes de la bobería los fusilaría pocos años más tarde la Reconquista
española, sin distingos de matiz, ni de ideología, ni de origen geográfico o
posición de clase; y todos pasarían sin distingos a ser considerados próceres
de la República.
La Reconquista
Pero en Europa
empezaba a caer la estrella fugaz de Napoleón, que por quince años había sido
árbitro y dueño de Europa. Expulsadas de España las tropas francesas volvía el
rey “Deseado”, Fernando VII, que de inmediato repudiaba la Constitución liberal
de Cádiz de 1812 y restablecía el absolutismo. Y España, arruinada por la
guerra de su propia independencia, recuerda entonces que el oro viene de
América, y decide financiar la reconquista de sus colonias enviando, para
comenzar, un gran ejército expedicionario mandado por un soldado profesional
hecho en la guerra contra Napoleón: el general Pablo Morillo. Más de diez mil
hombres, de los cuales 369 eran músicos: trompetas para las victorias, redobles
de tambor para las ejecuciones capitales.
Morillo venía con
instrucciones de “actuar con benevolencia”. Y así lo hizo al desembarcar en la
isla Margarita, en la costa de Venezuela, en abril de 1815, perdonando a los
rebeldes venezolanos para tener que arrepentirse después. La ciudad de Caracas
lo recibió con guirnaldas de flores y banderas de España, decididamente
realista desde la derrota de Francisco Miranda en 1812, y aún más desde la de
Simón Bolívar tras su pasajera recuperación de 1814: porque los años que la
Nueva Granada había pasado enzarzada en sus guerritas de campanario, en
Venezuela habían sido los de la Guerra a Muerte entre realistas y patriotas. (Y
aquí cabría, pero no cabe, aunque vendrá más tarde, un breve bosquejo de la
parte venezolana de estas primeras guerras de la Independencia neogranadina y
luego colombiana. O grancolombiana). De ahí pasó Morillo con su ejército por
mar a Santa Marta, fielmente realista también, y empantanada en su propia
pequeña guerra con la independentista Cartagena, en la cual, a su vez, las
corrientes políticas locales se disputaban agriamente el gobierno.
Morillo puso sitio
a la ciudad: un largo y riguroso asedio de 105 días que iba a ser el episodio
más trágico y terrible de la Reconquista española, y el más mortífero de parte
y parte. Más que por los combates en tierra y agua, que fueron constantes y cruentos
durante esos tres meses en la complicadísima orografía de la ciudad, sus
bahías, lagunas, ciénagas y caños, por las enfermedades tropicales para los
sitiadores europeos y por el hambre para los sitiados cartageneros. Las tropas
españolas de Morillo, como había sucedido ochenta años antes con las inglesas
del almirante Vernon, fueron víctimas del paludismo, la fiebre amarilla o
vómito negro, la disentería, la gangrena provocada por picaduras de insectos, y
una epidemia de viruela, y tuvieron más de tres mil bajas: un tercio del
ejército. Sometida al bloqueo, la ciudad perdió un tercio de sus habitantes
—seis mil de dieciséis mil— a causa de la hambruna y de la peste. Comían,
cuenta un superviviente, “burros, caballos, gatos, perros, ratas y cueros asados”.
Cuando al cabo de muchas peripecias bélicas y políticas, incluyendo un golpe de
Estado interno y la fuga de unas dos mil personas, la ciudad se rindió por fin,
los sitiadores no encontraron en ella “hombres, sino esqueletos”. O, como
escribió un oficial español, “llanto y desolación”.
Cayó la imperial
ciudad amurallada, que desde lejos el Libertador Bolívar calificó de “heroica”
(seis meses antes, tras chocar con las autoridades locales, Bolívar había
salido de Cartagena rumbo a Jamaica; y aunque derrotado una vez más, ya recibía
el título de Libertador desde su Campaña Admirable de 1813, que restauró
efímeramente la república en Venezuela. Y que veremos después: porque todo no
cabe en este párrafo). Cayó la ciudad, y con ella la Nueva Granada, pues en
adelante la campaña de Morillo fue un paseo militar. Un paseo sin combates,
pero puntuado de víctimas. Tras la toma de Cartagena hubo fusilamientos en el
pueblo de Bocachica, pero en realidad la justicia expeditiva de Morillo, ya
conocido como el Pacificador, se concentró en los principales cabecillas de la
revolución: los después llamados “nueve mártires”, a quienes un Consejo de
Guerra condenó “a la pena de ser ahorcados y confiscados sus bienes por haber
cometido el delito de alta traición”. No fueron ahorcados, sin embargo, sino
fusilados en las afueras de la muralla y arrojados a una fosa común.
En la capital del
Virreinato el Pacificador fue recibido sin resistencia. Por el contrario, un
selecto comité de elegantes damas santafereñas salió a recibirlo a la entrada
de la ciudad: no les hizo caso. Arcos triunfales lo esperaban en las calles:
los ignoró. No perdió tiempo en saludos ni discursos, sino que procedió a
ordenar la detención de todos los dirigentes de la Patria Boba y su juicio
expeditivo por un Consejo de Guerra. Su intención era decapitar la rebeldía, y
estaba convencido de que las masas populares americanas no formaban parte de
ella, sino que habían sido arrastradas a la revolución por unos pocos jefes.
Tan seguro estaba de que su tarea pacificadora iba a durar pocos meses que en
cuanto hubo conquistado Cartagena escribió a España solicitando el permiso del
rey para casarse con una jovencita gaditana de buena familia, y lo hizo por
poderes, en Cádiz. No imaginaba que no podría volver a verla sino seis años más
tarde. Al regresar a Venezuela, que empezaba otra vez a levantarse en armas, dejó
en Santafé instalado como restaurado virrey al militar Juan Sámano, que levantó
los cadalsos del llamado Régimen del Terror, que iba a durar exactamente tres
años, tres meses y tres días.
HISTORIA DE COLOMBIA Y SUS OLIGARQUÍAS –
ANTONIO CABALLERO
LA DESGRACIADA PATRIA BOBA
A finales del siglo XVIII sucedían cosas tremendas en el mundo.
Las colonias americanas de Inglaterra proclamaban su independencia y la ganaban
después de una lenta guerra de diez años, con ayuda de Francia y de España, y
se convertían en una inaudita república de ciudadanos libres y felices (con
excepción, por supuesto, de los negros esclavos). En Inglaterra se asentaba la
Revolución Industrial, que iba a transformar el mundo y, de pasada, a sembrar
las bases económicas del Imperio británico. En Francia estallaba en 1789 una
revolución burguesa: la Revolución con mayúscula. Y en la ingeniosa máquina de
la guillotina les cortaban la cabeza a los aristócratas y a los reyes, en
nombre de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. Y al amparo de esa
revolución, al otro lado del océano los negros esclavos de Haití lograban su
libertad y les cortaban la cabeza —a machete— a los dueños blancos de las
plantaciones, y luego a las tropas francesas, y luego a las españolas del
vecino Santo Domingo, y luego a los mulatos… Y así sucesivamente.
Las potencias monárquicas de Europa le declararon la guerra a la
Francia revolucionaria. Un general corso llamado Napoleón Bonaparte dio en París
un golpe de Estado, se proclamó cónsul a la romana y luego emperador de los
franceses, y procedió a conquistar por las armas el continente europeo para
imponerle a la fuerza la libertad, desde Lisboa hasta Moscú. En cuanto a España
(que nunca había dejado de estar en guerra —pues era todavía un gran imperio—
en tierra y mar, en el Mediterráneo y en el Atlántico, contra Francia unas
veces, contra Inglaterra otras, a veces también contra el vecino Portugal por
asuntos de ríos amazónicos o de naranjas del Alentejo), fue invadida por las
tropas napoleónicas en 1808, destronados sus reyes y reemplazados por un
hermano del nuevo emperador francés. Con la ocupación extranjera se desató
además una guerra civil entre liberales y reaccionarios, entre “afrancesados”
partidarios de una monarquía liberal y patriotas de dura cerviz animados por
curas trabucaires, y el país se desgarró con terrible ferocidad.
Un
sainete sangriento
Secuestrados por Napoleón los reyes, en el sur de la península
todavía no ocupado por las tropas francesas se creó una Junta de Gobierno, y a
su imagen se formaron otras tantas en las provincias de Ultramar: en Quito, en
México, en Caracas, en Buenos Aires, en Cartagena, en Santafé (que en algún
momento indeterminado había dejado de llamarse Santa Fé, y muy pronto iba a
volverse Bogotá). Se abrió así la etapa agitada, confusa y tragicómica que
separa la Colonia de la República y que los historiadores han llamado la Patria
Boba: el decenio que va del llamado Grito de Independencia dado el 20 de julio
de 1810 en Santafé a la Batalla del Puente de Boyacá librada el 7 de agosto de
1819, comienzo formal de la Independencia de España. Diez años de sainete y de
sangre.
En la Nueva Granada las perturbaciones habían empezado casi
quince años antes, al socaire de las increíbles noticias que llegaban sobre las
revoluciones norteamericana y francesa. De la primera, los ricos comerciantes
criollos de Cartagena y Santafé y los hacendados caucanos de productos de
exportación —azúcar, cacao, cueros, quina— habían sacado la ocurrencia del
libre comercio: en su caso, para comerciar con las colonias inglesas
independizadas y con Inglaterra misma. De la segunda, los intelectuales —que
eran esos mismos hacendados y comerciantes, más los doctores en Derecho que ya
entonces vomitaban por docenas las universidades del Rosario, de San Bartolomé
y de Popayán— habían sacado las ideas de liberté, égalité, fraternité, entendidas
de manera convenientemente restringida: libertad de las colonias frente a
España, pero no de los esclavos; igualdad de los criollos ante los españoles,
pero no de las castas de mulatos y mestizos ante los blancos. ¿Fraternidad? No
sabían lo que podía ser eso, ni siquiera en los más sencillos términos
cristianos. Una generación atrás había observado el arzobispo–virrey Caballero
y Góngora que nunca había visto gentes que se odiaran entre sí tanto como los
criollos americanos.
En 1794 el señorito criollo Antonio Nariño, rico
comerciante y estudioso intelectual, había traducido e impreso en Santafé la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Asamblea
revolucionaria de Francia: pero sólo había distribuido tres ejemplares entre
sus amigos, y había pagado su audacia subversiva con años de cárcel, de exilio
y de cárcel otra vez. La represión, pues, empezó en la Nueva Granada antes que
la revolución.
Una represión preventiva. Porque lo que aquí había no era ni el
embrión de una revolución en serio: sólo una amable fronda aristocrática hecha
de mordacidades sobre el virrey y de buenos modales ante la virreina. Aunque la
imprenta llegó tarde, en comparación con Lima o México, hacía algunos años
circulaban periódicos locales, y se recibían los de Filadelfia y los de
Francia. Lo que en París eran los clubes revolucionarios aquí no pasaban de
amables tertulias literarias de salón burgués. Antonio Nariño tenía una, que
era tal vez también una logia masónica; el científico Francisco José de Caldas
otra, el periodista Manuel del Socorro Rodríguez otra más, la señora Manuela
Sanz de Santamaría una llamada “del Buen Gusto”, en su casa. En ellas se
discutía de literatura y de política, se tomaba chocolate santafereño (no hacía
mucho que la Santa Sede había levantado la excomunión sobre esa bebida
pecaminosamente excitante) con almojábanas y dulces de las monjas. Una copita
de vino fino de Jerez. Para los más osados, coñac francés importado de
contrabando por alguno de los distinguidos contertulios. Una señora tocaba una
gavota en el clavicordio. Un caballero ya no de casaca sino de levita, con un
guiño populista, rasgueaba al tiple un pasillo. Se hablaba de los precios del
cacao en Cádiz y de los negros en Portobelo, de los problemas con el servicio
indígena, de las gacetas llegadas de Londres y de París (las de Madrid estaban
sometidas a una férrea censura desde el estallido de la revolución en Francia),
de la ya consabida insatisfacción de los criollos ricos por su exclusión del
poder político. Empezaban a llamarse ellos mismos “americanos”, y a llamar a
los españoles no sólo “chapetones” —como se les dijo siempre, desde la
Conquista, a los recién llegados— sino también “godos”, ya con hostil intención
política.
Pocos años antes había observado el viajero Alejandro de
Humboldt: “Hay mil motivos de celos y de odio entre los chapetones y los
criollos […]. El más miserable europeo, sin educación y sin cultivo de su
entendimiento, se cree superior a los blancos nacidos en el Nuevo Continente”.
Entre dos aguas, el ya casi americano pero también godo,
funcionario virreinal y poeta aficionado Francisco Javier Caro componía himnos
patrióticos:
“No hay más que ser (después de ser cristiano,
católico, apostólico y romano)
en cuanto el sol alumbra y el mar baña
que ser vasallo fiel del rey de España”.
Sus descendientes, ya no españoles sino americanos pero también
godos en el sentido político, también compondrían himnos patrióticos, que
veremos más adelante.
ESTRATEGIAS PARA APRENDER A PENSAR
COMPLETE MAPA CONCEPTUAL
https://www.youtube.com/watch?v=xRYyixrRZkw&ab_channel=ViajerosenelTiempo
DOCUMENTAL: LA REBELIÓN DE LOS COMUNEROS –
VIAJEROS EN EL TIEMPO
ESTRATEGIA PARA APRENDER PENSAR – DEBATE
EN CLASE
1. ¿Por
qué pensaría usted que es importante la rebelión de los comuneros y su relación
con la independencia?
2. ¿Podría
explicar qué sucedió durante la rebelión comunera y las reformas borbónicas y
su impacto en la nueva granada?
3. ¿Por
qué considerarías relevante la participación de las mujeres, los indígenas,
campesinos y criollos en la rebelión comunera?
4. ¿Cómo
podrías juzgar la forma en que la corona española enjuició y asesinó a los
comuneros, a José Antonio Galán?
5. Biografía
mínima: José Antonio Galán – Manuela Beltrán.
PENSAMIENTO SOCIAL
DOCUMENTAL:
DE LA CIENCIA A LA REBELIÓN: EL LEGADO DE MUTIS – VIAJEROS EN EL TIEMPO
https://www.youtube.com/watch?v=QaqULRiXWXo&ab_channel=HistoriasdeAdelina
ESTRATEGIAS PARA PENSAR – DEBATE EN
CLASE
1. ¿De
qué manera evaluarías la expedición botánica en la nueva granada como causa de
la rebelión contra la corona española?
2. ¿Cuál
pensarías era el interés de España y del sabio Mutis con respecto a la
expedición botánica?
3. ¿Por
qué podría usted denominar la expedición botánica como una expresión de arte
pictórico para registrar la belleza de la naturaleza americana?
4. ¿Podría
usted explicar qué factores económicos, políticos y culturales impulsaron la
independencia?
5. Biografía
mínima: Francisco José de Caldas, Jorge Tadeo Lozano, Salvador Rizo, Sinforoso
Mutis.
Las
reformas fallidas
Luego, ya como virrey, fue sin duda el más ambicioso de todos, y
emprendió grandes reformas en todos los campos; pero lo cierto es que no le fue
bien casi en ninguna, o peor, le salió el tiro por la culata en unas cuantas.
Era un arzobispo “a la moderna”: ilustrado, afrancesado,
jansenizante, antijesuita, antipapista, regalista. Y un virrey ilustrado y
progresista. Y reformista. En consecuencia chocó con todo el mundo.
Chocó con el que él llamaba “el partido de los hacendados”, al
que consideraba un obstáculo para el buen gobierno porque, explicaba en sus
cartas al ministro de Indias, “por interés propio subvierten el orden,
perpetúan la ignorancia y la escasez y rechazan las reformas a favor de su
personal ganancia”. En su relación de mando escribe lo que parece un retrato
del ya mencionado marqués de San Jorge: que los criollos ricos “son súbditos
inútiles que ponen su prestigio y felicidad en conservar unas tierras improductivas
o en poner varias casas en lugares de prestigio, sin desear el progreso”. Pero
esto no significa que le gustaran más los criollos pobres: llamaba al pueblo
“monstruo indomable” que producía “sinnúmero de ladrones y pordioseros”, y
vagabundos y trabajadores ambulantes. “No hay quien quiera trabajar (…) La
gente del común es casi toda ociosa, y, como tal, aplicada a la rapiña y al
hurto”.
Chocó también con las órdenes religiosas, por su corrupción y
sus abusos. No pudiéndolo hacer como arzobispo, como virrey tomó medidas para
“liberar a los vasallos de la vejación y extorsiones que sufren del estado
eclesiástico”. No se lo perdonaron. Quiso imponer un nuevo Plan de Estudios
generales desarrollado con el sabio Mutis, y tropezó con la oposición
encarnizada de los dominicos de la Universidad de Santo Tomás. Porque proponía
“sustituir las útiles ciencias exactas en lugar de las meramente especulativas
en que hasta ahora lastimosamente se ha perdido el tiempo”: es decir, cambiar
los silogismos de la escolástica por las ecuaciones de las matemáticas. Y,
osadía más escandalosa aún, quería volver la educación superior pública y
laica, usando para ello las edificaciones de las universidades y colegios
expropiados a los jesuitas. La protesta de los dominicos y de los agustinos,
dueños del sector desde la extinción de la Compañía de Jesús, consiguió
frustrar la reforma. Proyectó en vano la apertura de un canal interoceánico
para embarcaciones de gran porte uniendo con una cadena de embalses los ríos
Atrato y San Juan: la Corte de Madrid rechazó la idea por no darles facilidades
a los buques ingleses, que desde la apertura del comercio entre las colonias en
1758 dominaban el contrabando tanto en el Atlántico como en el Pacífico. Como
capitán general, y para evitar la repetición de un alzamiento como el de los
Comuneros, creó milicias permanentes e instaló tropas en la capital. Pero sus
sucesores desecharon ambas cosas por considerarlas demasiado costosas para las
rentas del Virreinato.
Fue un gobernante amigo del gasto público, hasta el derroche. Al
tiempo que dedicaba grandes sumas al mejoramiento de los intransitables caminos
del país —“yo me he sorprendido de haber visto unos caminos tales”, anotaba en
su diario el sabio Mutis—, multiplicaba sin freno la burocracia, llenando los
empleos con clientes y parientes corruptos y abriendo un gran hueco fiscal que
heredaron sus sucesores. También la Expedición Botánica que emprendió
con Mutis resultó la más costosa de todas las que, sobre el mismo
modelo, ordenó la Corona en el Perú, en México, en Cuba y en las Filipinas. Y
produjo menos publicaciones científicas.
Tan manirroto como con el dinero público era con el suyo propio,
que tenía en abundancia: según sus críticos, era el mismo. Nombrado arzobispo
de Santa Fé en 1776 llegó a Cartagena con un descomunal equipaje personal:
docenas de bultos, cajones, esportones, baúles, arcones, maletas y cofres de
ropas y vajillas y cristalería, espejos, muebles, varios toneles y cientos de
botellas de vino y pellejos y botijas de aceite. Alfombras, cortinajes. Nada
menos que treinta y ocho cajas de libros. Cuando regresó a España le donó al
Arzobispado de Santa Fé su biblioteca, la biblioteca de un ilustrado
dieciochesco, la única que podía rivalizar con la del sabio Mutis en la América
española: cinco mil volúmenes en varios idiomas (castellano, francés, latín,
griego, italiano), y sobre todos los temas: teología (Tomás de Aquino, pero
también Al margen de sus costos y sus fastos, de los emprendimientos del virrey
arzobispo iba a quedar muy poco: planes que no se aplicaron, obras que no se
terminaron, ordenanzas que no se cumplieron. Lo que de verdad dejó en herencia,
fuera de sus libros incendiados y sus cuadros perdidos, fue la gran empresa de
la Expedición Botánica de Mutis. Sin el impulso del arzobispo virrey, y sin los
fondos que puso de su propio bolsillo para darle comienzo, hubieran pasado años
y años antes de que la Corte de Madrid se decidiera a financiarla. Pero su
resultado, que más que científico fue político, probablemente no le hubiera
complacido. Fue la siembra de la Ilustración en la Nueva Granada. Al traerla,
él y Mutis esperaban que las élites criollas apoyaran el reformismo liberal de
los reyes Borbones españoles. Pero sucedió que, a fuer de ilustradas, esas
élites rechazaron el absolutismo reaccionario de esos mismos reyes, aprendiendo
de sus primos franceses.
Para
eso faltaba todavía, por una generación, más de lo mismo: el estribillo
monótono de la lista de virreyes, como una ronda infantil:
“Dongilyezpeletadespuésmendinuetayamaryborbón…”
Pero
en la lista quedó faltando el último: Juan Sámano, el de los cadalsos que iban
a venir.
Pascal), filosofía (desde Aristóteles hasta Locke y Montesquieu,
y los primeros volúmenes de la escandalosa Encyclopédie de
Diderot), historia, economía política, jardinería, navegación, y las que él
llamaba “artes industriales”: arquitectura civil y militar, hidráulica,
mecánica. Y gramáticas y diccionarios de inglés y de italiano, y, caso curioso
en un hombre de iglesia justamente temeroso de la Inquisición, de hebreo y de
árabe. Y docenas de cuadros. Según el inventario de embarque, en el equipaje
venían pinturas de Miguel Ángel, de Tiziano, de Velázquez, de Rubens, de
Murillo…
El
sabio Mutis
Nadie
ha merecido en este país, tan dado a la vez a la lambonería elogiosa y a la
envidia mezquina, el epíteto unánime de “sabio”. Con una sola excepción: la de
José Celestino Mutis, médico, botánico, matemático, astrónomo nacido en Cádiz,
que llegó de treinta años a la Nueva Granada y murió en Santa Fé medio siglo
después. El sabio Mutis.
Si
hubieran sospechado que con él venía la Ilustración, y con la Ilustración la
subversión política, las autoridades del Virreinato no hubieran admitido aquí a
ese joven botánico que llegó como médico personal del virrey Messía de la Cerda
en 1760. Pero ¿quién más inofensivo que un botánico, políticamente hablando?
Era además hombre piadoso en materia de religión, que al desembarcar en
Cartagena se escandalizó al ver que las mulatas iban a misa descalzas y sin más
que las enaguas y una blusa “que deja descubiertos gran parte de los pechos,
espalda y hombros”, según anotó en su diario entre otras observaciones sobre
flora y fauna tropicales. Pocos años después se hizo cura. Pero cabe sospechar
que era más bien agnóstico y quizás masón, como lo fueron tantos clérigos
dieciochescos: ya funcionaban logias masónicas en Cádiz que, por cuenta de la
Casa de Contratación que controlaba el comercio con América, era entonces la
ciudad más cosmopolita de España. Es probable que su ordenación sacerdotal
tuviera el objeto de conveniencia de evitarle sospechas de la Inquisición, ante
la cual lo empapelaron por dos veces los dominicos: la primera por exponer en
el Colegio del Rosario la nefanda teoría heliocéntrica de Copérnico por la cual
había sido condenado y casi quemado vivo Galileo; la segunda por haber
traducido al castellano los abominables —por ser obra de un inglés— Principia
Mathematica de Newton.
En
ambas ocasiones salió absuelto. Pero no había venido a las Indias con la
intención de dar clases de astronomía, sino con la de estudiar la naturaleza
todavía por completo desconocida del continente descubierto hacía ya casi tres
siglos. “Pensaba yo desde España que a estas horas me hallaría investigando la
quina…”, escribe en su diario, “pero el silencio que ha guardado su excelencia
el virrey…” le impidió consagrarse a las investigaciones científicas. Dos veces
el silencio de los virreyes rechazó su propuesta de organizar una expedición
botánica que estudiara qué riquezas naturales —distintas del oro— podía haber
en las tierras de la Nueva Granada. Y durante veinte años tuvo que resignarse a
vivir de “la amarga práctica de la medicina” en Santa Fé, de la destilación del
ron de caña en Mariquita y de la minería del oro en en el pueblo de Vetas, en
el remoto páramo de Santurbán. Fue necesario que llegara a Santa Fé un
arzobispo ilustrado, Antonio Caballero y Góngora, nombrado además virrey, para
que en 1783 promoviera ante la corona la financiación de la gran empresa
científica y se la confiara a Mutis, quien la dirigió hasta su muerte casi
treinta años después.
Y cabe preguntarse ¿qué se hicieron esos cuadros? Todo el mundo
los miró pasar cuando entraban. Nadie los vio salir. En cuanto a los libros, se
quemaron con el Palacio Arzobispal de Bogotá el 9 de abril de l948.
ESTRATEGIAS
PARA APRENDER A PENSAR
COMPLETAR
RESUMEN GRÁFICO DE LOS DOS TEMAS LEÍDOS
Los
Comuneros
Sucedió que un día de mercado del mes de marzo de 1781, en la
villa de El Socorro, en las montañas del noroeste del Virreinato, se dio un
gran alboroto que…
Pero esto requiere algunos antecedentes.
La teoría del absolutismo regio que promovían los ministros de
Carlos III se estrellaba en la práctica con un serio problema: no había con
qué. Ni funcionariado capaz de ponerla en vigor (la pululante burocracia creada
por los Austrias era tan numerosa como inepta), ni ejército y marina que
pudieran imponerla. Y ya no imperaba el tolerante “se obedece, pero…”, sino el
autoritario “ordeno y mando”. Por eso la tarea principal de los reformadores
consistió en aumentar la presión fiscal sobre las colonias para obtener
excedentes monetarios. (Los cuales, irónicamente, servirían en buena parte para
financiar la ayuda de España a la emancipación de las colonias inglesas de
América del Norte; emancipación ésta desatada a su vez por la carga de
impuestos sin contraprestaciones que les exigía la Corona británica: la famosa
“Fiesta del Té” (Tea Party) de Boston).
Así que las reformas, adelantadas en América por orden del
laborioso y enérgico ministro de Indias José Gálvez, marqués de Sonora, iban
dirigidas a que la metrópoli explotara fiscalmente sus colonias con un rigor
sin precedentes. Para lograrlo se nombraron unos novedosos e implacables
visitadores-regentes, azuzados desde la Corte de Madrid para reforzar en cada
Virreinato los recaudos: para aumentar el impuesto de alcabala hasta los
niveles peninsulares, reintroducir un tributo ya obsoleto para el mantenimiento
de la Armada de Barlovento, inventar otros nuevos, subir el precio de los
productos de monopolio oficial como eran la sal, el tabaco y el aguardiente
(estos dos constituían los dos tercios de los ingresos del fisco). Funcionarios
venidos a aplicar el que de modo anacrónico pudiera llamarse “consenso de
Madrid”: sin consultar la opinión de los gobernantes locales. Los cuales, en el
Perú y en México y en la Nueva Granada, desaconsejaron el apretón fiscal,
temiendo los disturbios. Una copla de la época advertía:
“La naranja es siempre amarga
si se exprime demasiado.
Y el borrico recargado
siempre se echa con la carga…”.
Hubo, en efecto, disturbios. En México, levantamientos
indígenas. En el Perú, Alto y Bajo, la gran rebelión del inca Túpac Amaru
ahogada en sangre. En la Nueva Granada la cosa fue más leve y tuvo tintes de
farsa: hubo un tumulto, una capitulación, y un engaño.
La protesta nació en los pueblos tabacaleros de las montañas del
nororiente del Virreinato afectados por el alza de los impuestos decretados por
el nuevo visitador regente Gutiérrez de Piñeres. Y un domingo de mercado de
marzo de 1781 se convirtió en motín popular en la ciudad de El Socorro. Una
enfurecida vivandera llamada Manuela Beltrán arrancó de las paredes de la plaza
los edictos de los nuevos impuestos gritando “¡Viva el rey y muera el mal
gobierno!”: un grito que parece demasiado largo y bien compuesto para ser
natural (tal vez fue inventado a posteriori por los historiadores). Y se alzó
el pueblo entero.
No sólo el pueblo raso. Por oportunismo se sumaron al bochinche
los notables locales: las “fuerzas vivas”, como se decía, las modestas
oligarquías municipales, comerciantes, hacendados medianos; que después, por
miedo, se vieron empujados a tomar la cabeza del movimiento. Uno de ellos,
Salvador Plata, escribiría más tarde en su disculpa que lo habían forzado “con
lanzas en los pechos”. Sería menos: serían apenas gritos de “¡que baje el
doctor, que baje el doctor!” dirigidos al balcón de su casa. Y el doctor bajó,
y se dejó llevar contento a la primera fila de la protesta. Lo mismo sucedió en
los pueblos vecinos: Mogotes, Charalá, Simacota. Y eligieron por capitán
general al terrateniente local y regidor del Cabildo Juan Francisco Berbeo, que
organizó el desorden en milicias armadas con lanzas y machetes y escopetas de
cacería. Las tropas eran de blancos pobres, de indios y mestizos. Los capitanes
eran criollos acomodados, con pocas excepciones, entre ellas la del que luego
sería el jefe más radical de la rebelión, José Antonio Galán: “hombre pobre,
pero de mucho ánimo”.
Pero alborotos populares había a cada rato, y en el Gobierno
nadie se inquietó. Formaban parte de la práctica política tradicional, como la
tradicional corrupción y el tradicional clientelismo. Un oidor con unos pocos
soldados fue a apagar la revuelta provinciana —la escasa tropa regular del
Virreinato estaba en Cartagena con el virrey Manuel Antonio Flórez, como
siempre: pues el enemigo era, como siempre, el inglés—; y ante la masa
creciente de los amotinados, que ya llegaba a los cuatro mil hombres, tuvo que
rendirse sin combatir: hubo un muerto. Se alborotaron también los burgueses de
Tunja. Hasta de la capital empezaron a llegar entonces inesperadas e
interesadas incitaciones a la revuelta de parte de los ricos criollos, deseosos
de que recibieran un buen susto las autoridades españolas. Se leyeron en las
plazas y se fijaron en los caminos pasquines con un larguísimo poema que se
llamó “la Cédula del Común”, por remedo irónico de las reales cédulas con que
el monarca español otorgaba o quitaba privilegios. La del Común, por el
contrario, incitaba a “socorrer al Socorro” y a convertir la revuelta en un
alzamiento general del reino:
“¿Por qué no se levanta Santa Fé?
¿Por qué no se levantan otros tales
en quienes la opresión igual se ve
y con mayor estrago de los males?”.
De nuevo un grito popular: “¡A Santa Fé!”. Y allá fue la
montonera arrastrando a sus jefes, que sin embargo tomaron primero la
precaución leguleya de consignar ante notario que lo hacían forzados por la
chusma y sólo con el virtuoso propósito de “sosegar y subordinar a los
abanderizados”. Por el camino fueron reclutando más gente: notables locales que
ponían dinero, criollos pobres dueños de un caballo y un cuchillo, mestizos,
indios de los resguardos. Al indio Ambrosio Pisco, negociante de mulas de arriería
y descendiente de los zipas, lo unieron a la causa proclamándolo “príncipe de
Bogotá” casi a la fuerza. En mayo, cuando llegaron a Zipaquirá, eran ya veinte
mil hombres de a pie y de a caballo armados de lanzas, machetes y garrotes y
unas cuantas docenas de mosquetes: el equivalente de la población entera de
Santa Fé, niños incluídos. La ciudad estaba aterrorizada ante la inminencia del
“insulto”, como se llamó al posible asalto, al que no podía oponer más
defensores que las dos docenas de alabarderos de aparato de la guardia del
virrey. El visitador regente Gutiérrez de Piñeres huyó a Honda buscando llegar
por el río a Cartagena, donde estaba el virrey Flórez con sus exiguas tropas.
Se nombró en comisión al oidor de la Audiencia Vasco y al alcalde Galavís,
asesorados por el arzobispo Caballero, para que fueran a Zipaquirá a
parlamentar con los rebeldes.
Aquí, un paréntesis elocuente. Se supo entonces que la
incendiaria “Cédula del Común” que había galvanizado a los pueblos, escrita por
un fraile socorrano, había sido financiada, impresa y distribuida por cuenta
del marqués de San Jorge, el más poderoso de los oligarcas santafereños. El
mismo que, a la vez, ofrecía contribuir con cuatrocientos caballos de sus
fincas para la tropa que las autoridades se esforzaban por levar a toda prisa.
Porque el sainete de dobleces que llevó al fracaso del movimiento comunero no
fue sólo de los gamonales de pueblo como Plata y Berbeo, que se levantaron en
armas al tiempo que firmaban memoriales de lealtad; ni de los funcionarios
virreinales que se comprometieron a sabiendas de que no iban a cumplir: fue una
comedia de enredo en la que participaron todos.
Jorge Miguel Lozano de Peralta y Varaes Maldonado de Mendoza y
Olaya era el hombre más rico de la Nueva Granada. Había heredado de la
Conquista una enorme encomienda en la Sabana, aumentada con tierras de los
resguardos indígenas y transformada en hacienda ganadera de engorde que
alimentaba de carne a la población de Santa Fé y de cuero a sus industrias de
curtiembres; era dueño de una docena de casas y terrenos en la ciudad; manejaba
negocios de comercio con España; había ocupado todos los cargos públicos posibles
para un criollo y había comprado un título de marqués (bajo los Borbones se
instauró la venta de títulos nobiliarios para recaudar fondos para la Corona),
negándose a continuación a pagar los derechos con el argumento de que en
realidad había merecido el marquesado por las hazañas de sus bisabuelos
conquistadores y por el hecho mismo de ser, gracias a esas hazañas,
inmensamente rico. Lo tenía todo. Pero en su condición de criollo “manchado de
la tierra” se sentía injustamente postergado en sus méritos por los virreyes
españoles, que en su opinión eran —según le escribía al rey— “incompetentes y
corruptos”, como lo suelen ser todos los gobernantes a ojos de los ricos. Y se
quejaba diciendo: “¿De qué nos sirve la sangre gloriosamente vertida por nuestros
antepasados? Aquí los virreyes nos atropellan, mofan, desnudan y oprimen… [y]…
los pobres americanos, cuanto más distinguidos, más padecen”.
El caso del marqués es revelador del hervor que se cocinaba en
todos los estamentos sociales bajo las aguas mansas del tedio colonial. Si
jugaba a dos barajas era porque sus intereses estaban de los dos lados: en
tanto que hombre rico, con el orden representado por la Corona española; y con
la chusma comunera porque compartía con ella un rencor de criollo, que ya se
puede llamar nacionalista aunque no sea todavía independentista. Eso vendría
una generación más tarde, con sus hijos.
Los rebeldes comuneros llegaron a Zipaquirá con una lista de
exigencias de treinta y cinco puntos. Unos referidos a los propietarios, como
la abolición de un recién creado impuesto que consideraron extorsivo: el
“gracioso donativo” personal para la Corona; o el compromiso de privilegiar a
los españoles americanos sobre los europeos en la provisión de los cargos
públicos. Otros que beneficiaban a los promotores originales de la protesta,
los cultivadores de tabaco: la reducción de los impuestos. Otro para los
borrachos del común: la rebaja del precio del aguardiente. Y finalmente algunos
para los indios que se habían sumado a la acción: el respeto de sus resguardos
y la devolución de las minas de sal. Y también, para todos, un perdón general
por el alzamiento.
Mientras el alcalde Galavís y el oidor Vasco negociaban, cedían,
se arrepentían, renegociaban, el arzobispo decía misas, echaba sermones
elocuentes para afear la conducta impía de quienes osaban levantarse contra el
rey (como ya lo estaban haciendo por orden suya todos los curas párrocos),
prometiendo, con éxito de público, los fuegos del infierno y la condenación
eterna para quienes persistieran en la rebeldía; y, sinuosamente, dividía a los
Comuneros entre ignorantes y cultivados, entre ricos y pobres, y entre
socorranos y tunjanos, atizando sus celos de jurisdicción. Los de El Socorro se
ofendieron, los de Tunja, que eran los más ricos y mejor armados, amenazaron
con volver a su tierra. Los ricos negociaban en privado. El gentío de los
pobres se impacientaba afuera y daba gritos, y desde las ventanas el arzobispo
pronunciaba con unción más y más sermones apaciguadores y piadosos: en España
había tenido fama de gran orador sagrado antes de venir a América.
Hasta que por fin se firmaron las llamadas Capitulaciones
(porque iban divididas en capítulos, y no porque significaran una rendición) de
Zipaquirá. El gobierno cedía en todo, bajaba los impuestos, nombraba a Berbeo
corregidor de la nueva provincia del Socorro y dictaba un indulto general para
los insurrectos. A continuación el ejército comunero se disolvió como una nube
y cada cual se fue a su casa. La insurrección había durado tres meses.
Pero de inmediato, desde Cartagena en donde seguía esperando el
ataque de los ingleses, el virrey Flórez repudió el acuerdo, y envió tropas
para defender a Santa Fé por si volvía a presentarse el caso. Evaporado su
ejército, los cabecillas de la revuelta fueron apresados: Pisco, Plata, Berbeo.
El marqués de San Jorge fue desterrado a Cartagena, en donde edificó un palacio
que se le dio como casa por cárcel hasta su muerte. Otros capitanes fueron
condenados a la vergonzosa pena pública de azotes, o al destierro en los
presidios españoles de África.
Desde el otro lado del escenario uno de los más distinguidos
capitanes comuneros, José Antonio Galán, aquel “hombre pobre, pero de mucho
ánimo” venido del pueblo de Charalá, tampoco aceptó el trato. No se hallaba
presente durante la firma porque su comandante Berbeo lo había mandado a Honda
con un destacamento de insurrectos para capturar al fugitivo visitador regente
Gutiérrez de Piñeres, culpable final de todo el lío. Cosa que Galán no había
hecho. Existe al respecto una disputa entre los historiadores sobre si él mismo
le escribió una carta al visitador aconsejándole que huyera, o si lo hizo, por
el contrario, tratando de tenderle una celada: sobre si él mismo fue un traidor
o fue un héroe, o los dos a la vez en una sola persona, como en el cuento de Borges
que se titula así: “Tema del traidor y del héroe”.
El caso es que Galán, en vez de perseguir al visitador por un
lado o de aceptar por el otro el perdón general, siguió durante unos meses
recorriendo el valle del Magdalena, levantando a su paso caseríos de pescadores
y liberando esclavos de las haciendas, radicalizando los objetivos de la
protesta popular con la consigna ya revolucionaria de “¡Unión de los oprimidos
contra los opresores!” (tal vez también inventada, como el grito de Manuela
Beltrán, por los historiadores).
Sin éxito. Sus propios jefes tumultuarios se encargaron de
perseguirlo, capturarlo y entregarlo a la justicia virreinal, como prueba
definitiva de su arrepentimiento por el tumulto. Fue condenado a muerte con
tres de sus compañeros, y lo descuartizaron. Aunque no de verdad, como acababa
de serlo en la plaza mayor del Cuzco el rebelde inca Túpac Amaru: vivo, tirado
por cuatro caballos. Sino simbólicamente, después de muerto arcabuceado: no
había en la pueblerina Santa Fé verdugo que supiera ahorcar. Su cabeza cortada
fue exhibida para escarmiento de los descontentos en una jaula a la entrada de
la ciudad, y sus manos y sus pies llevados con el mismo fin a los pueblos que
habían sido teatro de la rebelión. Se ordenó sembrar de sal el solar de su casa
en su pueblo de Charalá, después de demolerla. Se encontró que José Antonio
Galán no tenía casa. El virrey Flórez solicitó del rey su vuelta a España. Su
sucesor Pimienta murió de indigestión, como se contó más atrás. Y en la manga
de su mortaja, por así decirlo, apareció el nombramiento de quien debía asumir
el mando: el arzobispo de Santa Fé, Caballero y Góngora.
ESTRATEGIAS PARA APRENDER A PENSAR
COMPLETE MAPA CONCEPTUAL PENSAMIENTO SOCIAL / CUADRO SINÓPTICO
AUTOR
ESTRATEGIAS
PARA APRENDER A PENSAR-DEBATE
I.
PENSAMIENTO SOCIAL
CONCEPTOS
HISTÓRICOS
VOCABULARIO
MAPA
PENSAMIENTO SOCIAL
1.
Escriba tres (3)
ideas relevantes del texto.
A.
B.
C.
2.
Explique cada una
de las ideas.
A.
B.
C.
3.
Contextualización
(Redacte texto breve en la misma temática, pero desde otro contexto).
SIGNIFICADO: SIGNIFICADO:
PENSAMIENTO ANALÍTICO DOCUMENTAL: LA REVOLUCIÓN DE HAITÍ https://www.youtube.com/watch?v=oLfJlfskdMg&ab_channel=GeografiaHistoria%28C...